Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 5 de enero de 2017.
Un puñado de británicos alegres y bulliciosos se arremolinó bajo mi ventana en el tercer piso. Era mi primera noche en el Reino Unido y la habitación en la que sudaría el jet lag por una semana estaba encima de un bar. Solamente un año antes de esa noche, pensar en visitar cualquier región fuera del continente americano me generaba un temor irracional, caricaturesco. No voy a cruzar ningún charco, gracias. Las razones abarcaban desde el vuelo de Air France que cayó en medio del Atlántico en el 2009 hasta los fantasmas de las guerras mundiales y el terrorismo. Todas esas razones conllevaban probabilidades mínimas de ocurrencia que podían desestimarse fácilmente; eran excusas. Por otro lado, el argumento significativo para rehusarme a salir de mi continente era obvio y tajante: la distancia. La distancia que pondría entre mi persona y el mundo en el que crecí y que conocía hasta entonces. No, gracias.
Llegué a Inglaterra sin quererlo. Mi llegada no fue un accidente repentino, no fue que me tropecé y le caí encima a la isla. Ese accidente comenzó muchos años atrás, con mi pretensión de salir por un tiempo de mi país que mide diez cuadras, en el centro de América. El slogan turístico no oficial de El Salvador es “pueblo chico, infierno grande”. No se me malentienda. Lo llamaré infierno pero es mi infierno y tiene playas bonitas. Antes de que el peso de la realidad aplastara mi idealismo, tenía toda la intención de aportar a mi país in situ. Pero estaba consciente de que antes debía pasar por una educación intensiva, una que solo podía obtener estudiando fuera del país. Ya miles de videos cuasi-trascendentales en Facebook predican sobre la importancia de viajar así que no tengo más que decir al respecto.
Por algunos años, tras obtener mi licenciatura, tiré los dados para irme a estudiar al norte de América. Los dados me mandaron al sur, al país más largo del mundo. Chile ha sido mi máximo benefactor en esta vida hasta la fecha. Le vendí mi alma pero se la vendí cara y no me arrepiento de nada. Tanto es así que mi idea de salir del país “por un tiempo” pasó a ser un “indefinidamente, con suerte para siempre”. Mis planes vitales, fundamentales, me salieron al revés.
Mi trabajo es profundizar en la naturaleza humana (lección número uno, no existe tal cosa como “naturaleza humana”). Con esta labor en la que tanto se sufre pero se goza he costeado mi vida adulta. Cuando encontré la oportunidad de que mi máximo benefactor me siguiera pagando por eso, apliqué, otra vez, a varias universidades en Norteamérica. Todas me dijeron que no y se enriquecieron en el proceso. También apliqué a una, solo una universidad en el Reino Unido, como quien quiere y no quiere. Este es un buen momento para mencionar mi Beatlemania y mi devoción a Bowie –quien la comparte podría sospecharla al iniciar el artículo– las que inclinaron la balanza hacia el quien quiere. Uno creería que la cultura pop no es criterio ni aliciente para escoger dónde cursar un postgrado, pero es que no hemos hablado, ni lo haremos, de por qué apliqué a universidades norteamericanas en primer lugar.
La universidad del Reino Unido me aceptó y el gobierno de Chile me dio permiso de asistir a ella. Sentí ambivalencia hasta que sintonicé la BBC Radio Sheffield diariamente, para saber lo que me esperaba. En uno de sus programas escuché la noticia de que a alguien se le había escapado un avestruz. Cuando finalizó el reporte y se fueron a comerciales, supe que me sentiría en casa en mi nuevo destino.
Levantar el campamento para la mudanza fue relativamente simple. No era mi primer cambio de país y los adioses esenciales los había sufrido años atrás. Ya conocía el arte y el oficio de viajar liviano. También conocía la resignación de preservar amistades por la vía digital, el respirador artificial de muchas relaciones. Vendí casi todo, empaqué la pequeña familia que armé en Chile, y me fui.
Me enviaron en un vuelo de la aerolínea Air France, pero no tuve oportunidad de calcular probabilidades porque dormí todo el trayecto sobre el océano. Al bajarme del avión, un chileno -bless his heart- me recibió en el aeropuerto de Manchester y me llevó hasta Sheffield, a cambio de una botella de pisco e historietas de Condorito. El Snake Pass entre Manchester y Sheffield fue la primera cara que vi de UK. El Snake Pass me pareció una serie de paisajes que, en un universo alterno de mi existencia, solo habría conocido por un calendario, regalo de algún familiar lejano que me recuerda pero no me conoce. Lo digo como un cumplido para los calendarios de paisajes.
Observé a los británicos alegres y bulliciosos, desde el tercer piso sobre el bar, desternillándome de la risa. Menos divertido fue encontrar vómito y botellas quebradas en la calle al día siguiente, pero esta era una faceta novedosa no incluida en mis estereotipos sobre los nativos del Reino Unido. Mi acervo de conocimientos sobre el país aumentó aún más cuando pasé del tercer piso sobre el bar a una casa en la cima de una colina, donde, efectivamente, era factible tener un avestruz.
Me llevó pocas semanas sentirme a gusto en la universidad y en la ciudad, y un año después declaré que me quedaría en Sheffield para siempre si pudiera (no puedo). Sentí que encajaba aquí porque por fin había gente que pedía tanto perdón como yo por nimiedades. Porque tener el pelo coloreado y la piel tatuada era tan normal como no tenerlos. Porque aquí recordaban, con placas y estatuas, piezas de su historia, mientras que mi país se enorgullecía de su amnesia histórica y encima debía recordarse constantemente que estaba orgulloso de ella. Porque vivir aquí, amén de los atractivos entornos urbanos y campestres, era como vivir en un spin-off de Monty Python.
Algo más me reconfortó: nuevamente la comunidad de chilenos me acogió, pero aquí los chilenos eran tan extranjeros como yo. Mis primeros meses en Chile, sentí la horrenda obligación de deshacerme del voseo y pasarme al tuteo cuando alguien me preguntó por qué hablaba como argentina. Me sentí avergonzada ante el señalamiento, aunque mi respuesta debió haber sido “vos tu madre, cerote”. Tutear era como fingir ser zurda siendo diestra, pero el apremio por ajustarme socialmente era abrumador (quizás está preguntándose si este anhelo por ajustarse califica como naturaleza humana, y, pues, no). Ya perdí semejante apremio.
Me quedan tres años en Sheffield, lo cual me genera un sense of impending doom como el que evoca la canción Five Years. Pero, al mismo tiempo, nunca me había sentido tan feliz. Historias de migraciones hay millones y el desarraigo siempre tiene algo de descorazonador, pero mi descorazonamiento es de los más privilegiados. Las angustias y privaciones a causa de mis trasplantes de un país a otro han sido efímeras. Mi historia no tiene moraleja porque no alentaría a nadie a creer que el que los planes salgan al revés es algo bueno per se. Pero a mí me resultó y me colocó en rumbo a obtener un doctorado, lástima que no del tipo útil.