Hice un viaje cortito a El Salvador hace poco. Son 44 horas entre ida y vuelta. Es un jalón demasiado largo como para no contarlo en redes sociales, pero así de humilde soy. La gente aquí dice que voy para mi casa, la gente allá me considera turista. Estoy de acuerdo con ambas posturas.
Mi vecino en el hotel fue, por unos días, un engendro de la diáspora que lamentaba no haber podido visitar la Asamblea Legislativa (jein) porque está toda amurallada, y que repetía que la capital era “a fucking mess”. El GPS hizo que se perdiera en una colonia de la que lo echaron con amenazas. Le dio un ataque de ansiedad que se le pasó al visitar el cerro Las Pavas. Hablaba muy alto y solo nos separaba una puerta. Sonaba como gringo pero nació en Janmiguel.
Hice este viaje tan largo y tan corto sin sacar fotografías de turista. Si algo no me quita la distancia es saber dónde estoy parada. No saqué ninguna foto para compartir, ni una sola de esas estampas que arrancan un “qué hermoso lugar” a pesar de que es un infierno vivir ahí.