Paciencia

Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 2 de febrero de 2017.

La persona con quien yo estaba sacó un arma de fuego de un cajón. Nos encontrábamos en su habitación discutiendo sobre armas. Esto fue mucho antes de que los tiroteos masivos en Estados Unidos se volvieran noticia habitual, y durante la perpetua ola de violencia de nuestro propio país. Esta persona me mostró su pistola y la colocó sobre la mesa frente a mí. “¿Está haciendo algo? No está matando a nadie. Las armas no matan a las personas, las personas matan a las personas”.

Yo conocía bien a esta persona, conocía su cuasi-vocación de soldado y que cargaba cuchillos por diversión, como yo cargaba encendedores aunque jamás he fumado. Conocía cómo pensaba y me quedé en silencio. Había algo que chirriaba en su afirmación, tan obvia como condescendiente, pero no supe señalarlo. Me senté en una silla e invoqué al ángel de la paciencia.

El ángel de la paciencia llegó a mí, inmaculado y fabuloso como era su costumbre. Su llegada siempre era un alivio y una condena. La bendita incapacidad de distinguir qué es realidad y qué es ignorancia en determinados dominios pudo haber sido mía, pero me mandaron a aprender cosas y ya no podía desaprenderlas. Para eso me servía la paciencia, para comprender a un amplio espectro de mis congéneres sin que se me reventara una vena, siendo yo una persona naturalmente pródiga en rabia. “Está malito de su capacidad de valorar el contexto”, me dijo el ángel sobre la persona que me mostró el arma.

Lo que no supe decir ante la lógica de que las armas de fuego no matan era bastante sencillo. Hace poco lo encontré mejor dicho en un cómic: casi cualquier material o sustancia que puede causar daño tiene también otros propósitos menos destructivos. Ciertamente esta pistola exigía que una persona que le diera uso, pero ahí no terminaba, no debía terminar el análisis. El arma de fuego tiene un propósito, o una serie de propósitos agrupados, para bien o para mal, en el campo semántico de dañar. No en vano “un tiro al aire” significa un gasto, un desperdicio. El arma de fuego sobre la mesa frente a mí era inútil en ese momento, ni siquiera estaba cargada (creo, espero). Pude haber tomado la silla que tenía a mi lado e inculcarle algo de sensatez a golpes a esta querida persona, aunque en el proceso le diera la razón en cuanto a que la culpa la tiene la persona y no el objeto. Pero la silla también servía para sentarse en ella, y me senté, y fue ahí desde donde invoqué al ángel de la paciencia. Mientras, esta persona no podía hacer nada más con su arma excepto devolverla al cajón hasta que creyera necesitarla.

La capacidad de valorar el contexto, eh. He intentado ser paciente cuando noto que esa capacidad está ausente en una conversación. Como la vez que un caballero me preguntó por qué las mujeres se ofendían cuando un hombre desconocido les lanzaba un piropo en la calle. “A mí me encantaría que una mujer me piropeara en la calle”. Así qué ganga, deme veinte de esos. Más adelante supe que, por supuesto, no le encantaría que otro hombre le gritara piropos en la calle. Más recientemente, en el contexto del Brexit, un amiguito británico se quejaba de que los llamados a evitar prejuicios y discriminación eran, habitual y convenientemente, dirigidos a los hombres blancos. “¿No es ese un prejuicio también?” preguntó él, un hombre blanco. Bajo la definición más pura y neutral de prejuicio lo era, y él procedió a sentirse discriminado a sus anchas.

Como al caballero que no entendía las finezas del tejido del acoso, a mi amiguito británico se le olvidaba algo: una frase con dos actores no siempre mantiene el sentido original si los actores cambian roles dentro de ella. Como categorías sociales amplias, los hombres y las mujeres, la Gente Blanca y Los Otros, no tienen el mismo poder ni trayectoria histórica. Para el primer caso, en términos descriptivos y prescriptivos, un hombre tiende a ser y parecer más amenazante que una mujer (no falta en la audiencia quien aportará que “conoce un caso en el que eso no es así…”, y yo también, se lo aseguro, pero ese es norte de otra discusión). Sabemos perfectamente que al hombre no se le debe pegar ni con el pétalo de una rosa, pero tradicionalmente esa frase se refiere a la mujer; en el imaginario social y en la práctica, son dos actores en posiciones dispares.

Para el segundo caso, entiendo (paciencia…) que mi amiguito británico sienta que se juzga injustamente su carácter según condiciones de género y origen étnico sobre las que él no tiene control. Él se sentía discriminado porque, para otras personas, su mera apariencia sugería que estaba en contra de los refugiados que llegaban a su país ilegalmente como si se creyeran los dueños del mundo (aunque sí estaba en contra, en esos términos, y hasta el ángel de la paciencia ha perdido sus estribos con él). Pero sufrir prejuicio y discriminación no es lo mismo que sobrellevar el orgullo herido porque te vieron feo a causa de tus ideas.

El prejuicio y la discriminación, en su definición más espinosa y compleja, contempla un contexto que difícilmente cabe en una fotografía o en una frase rápida que intenta ser ingeniosa: las escurridizas dinámicas de poder y desigualdad. La paciencia va de la mano con la tolerancia, pero cuando uno observa esas dinámicas (once you see it, you can’t unsee it, como dicen en mi pueblo) comienza a cuestionarse qué tan funcional resulta eso. Uno quiere llevarse bien con sus vecinos y promover la democracia, pero pasa también que no todas las ideas tienen por qué ser toleradas en la misma medida. El “tengo que ser tolerante ante la gente intolerante porque si no yo seré intolerante también” no sustituye el tomar una posición frente a un tema. Esta paradoja de la tolerancia fue resuelta hace décadas. Uno puede no tolerar ciertas ideas y comportamientos en virtud del daño que causan a otros, y con ello contribuir al metro cuadrado de mundo que le corresponde.

El cómic que mencioné arriba aparecía en una antología de cómics a beneficio de las víctimas de la masacre de la discoteca Pulse, en Orlando, ocurrida en junio de 2016. Este es otro tema, aunque también resuenan en él el control de armas y las manifestaciones más letales del prejuicio, pero ese cómic me devolvió al episodio de la pistola para reconsiderar que no era paciencia lo que necesitaba en ese momento, ni lo que se necesita ahora. Contraargumentar no habría cambiado esa mentalidad, cierto, la pistola se hubiera mantenido en el cajón con la inocencia de un objeto inanimado. Tal vez algún día, incluso, esa pistola le salvaría la vida a quien la posee. Y por supuesto que “las personas matan a las personas”, no se puede no aceptar esa frase. Solo que no es aceptable como explicación ni justificación de algunos hechos y hay que decirlo. Por eso, llegó el día en que el ángel de la paciencia me dijo: “Dejá de llamarme. Ahí te ves”. Otro ángel llegó en su lugar.