La utilidad política del acoso en redes sociales

Columna publicada en periódico El Faro el 18 de julio de 2019.

La primera vez que entré a internet, el último mes de 1998, busqué una palabra en Yahoo.com. El mundo entonces apenas dimensionaba las ramificaciones de conectarse a la red. Eventualmente, las pantallas de computadoras y teléfonos se volvieron una puerta a conocimientos y comunidades que jamás encontraríamos en nuestro perímetro cotidiano. Internet constituye una vida paralela a “la vida real”, pero no por ello es menos real; puede servir tanto para escapar de la cotidianidad como para amplificarla. Mi primera búsqueda fue sobre un grupo de personas y eso era lo que volvía a Internet tan importante: de una forma u otra, había -hay- gente en él.

Los medios de comunicación conllevan el establecimiento de unas relaciones sociales particulares: las parasociales. El término data de 1956 y surgió para denominar los vínculos unilaterales que como audiencia establecemos con personas en los medios: celebridades, atletas, periodistas, artistas, personalidades políticas, incluso personajes ficticios. Con el auge del internet y las redes sociales, estas adquirieron una dimensión en apariencia interactiva; ahora estas personalidades pueden escucharnos y respondernos.

La influencia de estos personajes en la gente va más allá de proveer entretenimiento o información factual: constituyen una fuente de aprendizaje social y proveen un sentido de identidad y pertenencia. En ese sentido, las relaciones parasociales pueden resultar beneficiosas. Sin embargo, al ser llevadas al ámbito interactivo de internet, también generan una ilusión de cercanía con alguien a quien admiramos.

En el ámbito político, las relaciones parasociales han convertido a los servidores públicos en cuasicelebridades que intercambian mensajes con sus seguidores de un modo selectivo y estratégico. La investigación en este campo llama a estos patrones de interacción “campaña suave”, la cual tiende a reducir la distancia psicológica entre el político y sus votantes. A mayor presencia social de un político en línea, mayor interacción entre este y sus correligionarios, y mayor voluntad de los correligionarios para ejecutar acciones en apoyo hacia él.

No hace mucho, en el plano astral del Twitter salvadoreño, el presidente de la República, Nayib Bukele, retuiteó el reporte de una periodista. No enlazo el tweet en cuestión para no reanimar su penosa existencia; la mención de este caso es para efectos ilustrativos. La periodista reportaba declaraciones del presidente sobre medidas de seguridad pública. El presidente reprodujo ese tweet reclamando que sus palabras fueron sacadas de contexto y acusó a la periodista de querer que el plan de seguridad fallara.

A nadie se le niega la cortesía de poner en contexto sus palabras y la periodista hizo justamente eso. El contexto, dicho sea de paso, no cambió el sentido de las declaraciones. Tampoco hubo que ir muy lejos, en términos virtuales, para encontrar que las palabras reportadas por la periodista fueron las mismas que usaron el presidente y su equipo de prensa. Pero el daño estaba hecho, no por la comprensible solicitud de contextualizar, sino por esa temible tendencia a sobredimensionar motivaciones internas de otras personas: “X hizo esto porque quiere vernos fallar”. El motor de las relaciones sociales y parasociales es el afecto y los ánimos de los seguidores del presidente se encendieron con su acusación. El acoso a la periodista fue abrumador.

Este episodio es una lección sobre lo que ocurre cuando el espíritu de “controlar el territorio” se lleva al ámbito virtual, por parte de políticos y civiles con acceso a internet pero digitalmente analfabetas. Las atribuciones de motivos personales pasan a primer plano en detrimento de la argumentación y la evidencia. De ahí surgen oleadas de mensajes hostiles, hoy por hoy normalizados en las redes sociales, que cumplen las mismas funciones de las Fake News o noticias falsas. Una noticia falsa no existe solo para hacer circular información incorrecta o dudosa, así como un insulto o una amenaza de violación no existe solo para herir sensibilidades. Estos mensajes sirven, primero, para cambiar el tema: no importa lo que el presidente dijo, importa que hay mucha gente que está del lado de los pandilleros (¡¿?!) y, por ello, debe ser castigada.

Segundo, los mensajes hostiles sirven para agotar la energía de quienes plantean cuestionamientos legítimos o intentan defenderse de acusaciones infundadas. En este sentido, la cantidad de usuarios en Twitter que ponen candado a su cuenta porque otros les bombardean con insultos es un indicador importante. El acoso en línea es una práctica sistemática para silenciar y expulsar usuarios de las redes sociales (y hasta de sus casas, como aprendimos con Gamergate). Visto lo visto, más vale pensar dos veces antes de publicar algo si no son aplausos; es mejor leer, oír y callar. Esto conecta con la tercera función de las noticias falsas y mensajes hostiles: perpetuarlos constituye una demostración de lealtad y estatus.

No todas las relaciones que establecemos a través de internet son parasociales. Sin embargo, abrimos cuentas aquí y allá para estar al tanto de lo que pasa con familia y amigos, para conectar con personas que comparten un interés con nosotros o hasta para amonestarlas por no compartirlo. Estos vínculos no siempre se traducen en un encuentro cara a cara, pero el resultado es similar: la distancia social desaparece.

Cuando arrecian los mensajes hostiles en línea, el acoso se siente inescapable porque efectivamente lo es, aunque provenga de un grupúsculo. Las investigaciones con Big data sobre comportamientos en línea (como esta y esta) corroboran el incremento del uso de lenguaje violento en internet en años recientes. Reacciones que minimizan esta vivencia, como “no aguantan nada”, “solo son palabras” o “no hay que hacer drama” provienen de la ignorancia, la perversidad o una paupérrima teoría de la mente (que no es una teoría, es la habilidad de reconocer estados mentales en los demás). Lo que ocurre en la vida en línea puede alterar nuestra vida “real”, aun después de desconectarnos. Quienes niegan esto a viva voz lo saben perfectamente.

Es necesaria una última advertencia sobre la brecha entre la vida “real” y la virtual: a internet se le da bien entregarnos inmediatamente lo que pedimos. Es fácil caer en la trampa de la inmediatez. Qué alivio sería que los cambios que queremos ver en El Salvador ocurriesen con la rapidez con la que se publica un tweet. Sin embargo, la prisa es contraproducente para resolver problemas estructurales que llevan décadas marinando en su propia salsa. Las comunicaciones oficiales por redes sociales no son un favor y no quedan libres de escrutinio. Un mandatario, a fin de cuentas, no es quien manda sino quien cumple un mandato, y se le ha de juzgar no por el entusiasmo que manifiesta al abordar una problemática, sino por los patrones –concretados en método y resultados– de su gestión.

Internet es una herramienta que puede usarse para construir o para destruir. Últimamente, en El Salvador parece usarse más para lo segundo, contagiando el mundo virtual con ese corazón violento que la amnistía jamás podrá curar. El zancudero en redes sociales arrecia. Frente a opiniones discrepantes, compatriotas hacen llover insultos y claman violencia sexual con la misma ligereza con que lanzan bendiciones. La animosidad de estos parroquianos no surge de la nada; más bien, refleja y refuerza la clase de presencia que muchos servidores públicos salvadoreños sostienen en las redes sociales. Después de todo, una figura pública se debe a sus seguidores.