Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 25 de mayo de 2017.
Esta historia empieza por el final, en el que le mostré a Jimmy lo que escribí y le pregunté si podía publicarlo. Miré para todos lados excepto hacia su rostro mientras leía el texto; su expresión en blanco volvió su escrutinio más incómodo de lo que anticipé. “Con una condición”, dijo al terminar de leer, “tiene que titularse La heteronormatividad me desamuebló la mente“. Le respondí que ese no podía ser el título. Se encogió de hombros y me devolvió el texto, haciendo un esfuerzo por no cambiar su expresión neutral. Ese era un sí, asumí que entusiasta.
Jimmy es parte de mi familia. No fuimos muy cercanos mientras crecíamos pero siempre ha estado ahí. Mi trayectoria de vida nos ha acercado porque cada vez que yo le vendo mi alma al diablo de la academia él obtiene un sello en su pasaporte. Ha visto mucho de lo que yo he visto, pero cuando nos encontramos en Reino Unido vi sus ojos brillar como nunca. “Este es otro mundo”, dijo observando hacia la calle, desde la segunda planta del autobús, hacia una pareja de hombres paseando con su hija. “No shit, Sherlock“, respondí con una sonrisa de satisfacción.
Jimmy y yo, como cualquier criatura de nuestro entorno, crecimos con el ideal de una pareja compuesta por un hombre y una mujer. Son complementarios y hay que quedarse en el carril asignado: hay cosas que te hacen hombre, cosas que te hacen mujer. El hombre persigue, la mujer espera. Tal vez ambos se detestan al principio, las mujeres son de un planeta y los hombres de otro, la guerra de los sexos y todo eso, pero con mayor razón terminarán juntos. El hombre es una máquina de instintos sexuales inevitables, la mujer es receptora de ellos. La historia de amor termina triunfalmente en matrimonio. Después vienen los chistes sobre cómo el matrimonio es como el demonio, y cómo ambos no se soportan (otra vez) pero siguen siendo complementarios. Algunas narrativas eran más alentadoras que otras, pero siempre eran entre un hombre y una mujer. Lo cual no era incorrecto pero tampoco era el absoluto que nos hacían creer.
A la sombra de esos guiones sociales, había otros más perversos acerca de cómo sobrellevar la sexualidad. Para Jimmy y yo, iniciarnos en ese tema fue incursionar en un campo minado. Para mí fue en la adolescencia con un compañero de colegio, el cual a los cinco minutos de conocernos (en un retiro espiritual, para decorar más la trama) llevó mi mano a su entrepierna. Tuve el tino de zafarme de él cuando, minutos más tarde, seguía tomando mi mano para jalarme al interior de su habitación. Los mensajes con los que yo había crecido me hacían pensar que debía sentirme halagada porque por fin un chico se había interesado en mí. Yo no era muy popular en el colegio y, sí, llegué a sentir gratitud por ello y a intentar estirar la narrativa para llegar al final triunfal con él. Hasta en la universidad, donde desarrollé mi inclinación hacia temas que nunca me harían el alma de una fiesta, comprendí que, aunque la pasé mal con este compañero, me salvé de algo peor. Jimmy no tuvo tanta suerte. Él era un niño y el otro era un chico mayor. Nuestras historias son distintas pero su desenlace fue similar: vergüenza y silencio.
El día en que Jimmy y yo subimos al autobús, fuimos a mi universidad y respondimos un cuestionario para ayudarle a un colega mío. Al terminar, me excusé para ir al baño. Busqué automáticamente los dibujos que indican “hombre” y “mujer”. Ahora eso me resulta cuestionable, especialmente cuando recuerdo que la primera mujer transgénero que vi fue en la película Ace Ventura. El tratamiento de ese personaje fue atroz y se suponía que era comedia. No me reí en la escena humillante, pero recuerdo la confusión y las ganas de preguntar y la obligación que sentía por reírme como todo el mundo. Le comenté esto a otro de mis hermanos en diciembre pasado, cuando él acababa de regalarme la NatGeo de enero 2017. Nos gustaba Ace Ventura, ahora nos suena como uñas rayando una pizarra. Después le conté lo que estaba aprendiendo con mi investigación, que incluso mis gustos musicales, antes testosterónicos, eran hoy más glam. Su respuesta incluyó orgullosamente la palabra queer.
Cuando entré al baño de mujeres, Jimmy entró atrás de mí, puso sus manos sobre mis hombros y me dijo en voz baja, “hoy es la última vez en tu vida que marcás ‘heterosexual’ en un formulario”. Mi primera reacción fue asegurarme de que no hubiera nadie más en el baño. Mi segunda reacción fue pegarle en el brazo por espiar mi respuesta. Jimmy no haría salir del clóset un imperativo para nadie, comprendía bien que a veces es más oscuro dentro que fuera de él. Él vivió una heterosexualidad tragicómica y especialmente una masculinidad inflamada. Bajo esta luz, las personas interpretaban su narcisismo de fábrica como el rasgo deseable de un macho alfa, mientras que bajo una luz multicolor lo llamaban promiscuo. Cuando eran benevolentes en sus juicios, le decían que estaba confundido o pasando por una fase.
En los días siguientes, Jimmy compartió el peso de mis retrospectivas. Cómo creí que mi persistente corazón roto en secundaria porque mi mejor amiga me cambió por otra era una enfermedad. Cómo le entregaba mi tiempo y devoción a amigas que eran populares, volátiles y que dejaban tras de sí una estela de hombres decepcionados; era cualidad de ellas el ser atractivas, no peculiaridad mía que me atrajeran. “Puede ser “, dijo Jimmy, “pero también tus gustos eran discutibles. Tu criterio ha ido mejorando ahora que tenés más claridad”. Esa claridad vino gracias a un par de personas que me hicieron preguntarme si de verdad, como yo creía, toda la gente podía engancharse con una persona sin importar su género aunque no lo aceptara abiertamente. Resultó que, entre otras cosas, yo había malinterpretado esa idea tan arraigada en mi cultura que las mujeres se arreglan para otras mujeres. Significaba que estaban pendientes unas de otras en su competencia por la atención de un hombre, no que se traían ganas mutuamente. “Además, tu ex”, siguió Jimmy, “el que creía que eras lesbiana”. Este caballero, como casi en todo, tenía razón a medias.
En el baño le prometí a Jimmy que no volvería a marcar heterosexual en formularios. “Al menos no en esta isla”, insistió. Adonde debemos regresar eso ni siquiera se registra. O tal vez para entonces sí. Tal vez, en un futuro cercano, las cosas cambien o nosotros cambiemos las cosas. Lo segundo, en realidad. El acrónimo tan largo, el espectro tan vasto; el matrimonio efectivamente como un contrato de derechos y deberes, o la legislación en torno a la identidad de género; la certeza de que no todas las relaciones sexuales y románticas son entre un hombre y una mujer, y que no toda la gente es hombre o mujer. Nada de eso simplemente ocurrió. Muchísima gente se ha sacrificado, ayer y hoy, para que estas cosas ocurran. No es un entorno completamente libre de prejuicios pero sí, Jimmy, es otro mundo: el nuestro.