Para las cinco de la tarde, el sol había desaparecido y el café al que entré estaba casi tan oscuro como la calle. Sacudí mis botas en la alfombra y sentí que había llegado a mi lugar favorito en todo el mundo. Creí que estaría a reventar, pero solo había cuatro personas: el bartender, un hombre mayor y espigado como mayordomo de caricatura; un hombre y una mujer en la barra a quienes nunca se les acababa la cuerda, el humo o la bebida; y David Bowie, omnipresente.
Esperaba encontrar el café abarrotado, como los destinos de peregrinaje suelen estarlo, pero a lo mejor encontré la única huella de Bowie que es de mi talla. Este era uno de los lugares que frecuentaba en Berlín, donde vivió por tres años en un apartamento a varios metros de la mesa donde me senté. A nadie parece importarle, al menos a esta hora y gracias al cielo por eso. Desde mi esquina, frente a un tulipán y una vela encendida, se escucha la música en inglés y los chismes en alemán. Yo hablo español y ya a veces ni eso.
Pensaba que adoptar un lugar favorito en el mundo era demasiado compromiso. Pensaba que no podés llamarlo tu lugar favorito si no volvés a él o al menos manifestás tu absoluta intención de regresar. No quería irme de este café y no creo que vuelva. Demasiado reconfortante, demasiado triste, echándome en cara que estoy de paso en todos lados, que nunca voy a pertenecer a ninguna parte, que siempre soy mitad-alguien, que lo que hago no está mal pero tampoco suficientemente bien. Pero hay peores vidas que esta y qué suerte que hay tan poca gente alrededor. Probablemente el café se encandile cuando se acerque la medianoche, tiene toda la pinta de que ese es el propósito de su existencia, pero para entonces ya no estoy ahí.