Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 11 de mayo de 2017.
Cada vez que alguien me preguntaba qué estudié, yo apretaba la mandíbula y suprimía una sonrisa miserable. Sabía que a mi respuesta seguía alguna versión del “me estás analizando”: me estás leyendo la mente; ya me diagnosticaste; ya te diste cuenta de mis locuras. Con la supresión de mi sonrisa miserable, me tragaba mis palabras: tengo mejores cosas que hacer que “analizarte” (a menos que querrás pagarme por ello), y si alguien sabe cómo leer la mente serán los servicios de inteligencia estadounidense o, últimamente, empresas de Silicon Valley.
No obstante estas amarguras, sí me dedico al estudio de la capacidad de “leer la mente” de otras personas. Eso lo hacemos todo el tiempo. La vida en sociedad sería imposible sin los esfuerzos, constantes y automáticos, por entender lo que otras personas piensan y sienten. La idea de que la imaginación es cosa de niños -como si fuera algo indeseable para los adultos- ha sido hermosamente refutada por una serie de autores que debería citar pero ello volvería tedioso este texto. Puede ir a Google a buscarlos o confiar en mi palabra; yo recomendaría lo primero, pero si escoge lo segundo, ocurre que la vida en sociedad exige imaginar (con distintos grados de éxito) lo que otros están pensando o sintiendo, y actuar en concordancia a ello.
Las historias de ficción son un ejemplo de cómo usamos la imaginación para construir, comprender, expandir. Cada quien tiene su propia lista de libros o películas que conllevan una relevancia personal importante. Historias y personajes ficticios conforman mundos aparte que son un escape de nuestra realidad, o un reflejo de ella. La evidencia hasta la fecha, y otra vez puede ir a Google o confiar en mí, sugiere que adentrarnos en estos mundos alternos, por muy fantásticos e increíbles que sean, nos abren la posibilidad de entender mejor a otras personas y a nosotros mismos. Odiaría ser de esas personas que afirman que “hay estudios que lo comprueban” y no aportan ni uno, así que recomiendo The function of fiction is the abstraction and simulation of social experience como punto de partida (y, ya que estamos, ningún estudio por sí solo “comprueba” algo).
Por esta capacidad de la ficción, la de “buena calidad” al menos, de mostrar experiencias y puntos de vista distintos a los propios, se cree que los escritores tienen una habilidad superior a la hora de comprender a otros. Los escritores son capaces de moldear personajes, tramas, universos enteros, y nosotros les creemos. Dentro de una misma historia de ficción aceptamos que exista un dragón del tamaño de un edificio, pero no aceptamos que el personaje de Fulanito traicione al personaje de Menganito, porque quien escribió la historia dedicó capítulos enteros a establecer que ambos personajes son mejores amigos de toda la vida. Por lograr sumergirnos en estas simulaciones de experiencias sociales, esperaríamos que quienes escriben tuviesen ventaja en habilidades cognitivas que ayudan a conectar con los demás: empatía, teoría de la mente, toma de perspectiva. Conceptos mundanos que, en la fantasía colectiva, se acercarían a “leer la mente”.
Tengo, creo, un entendimiento decente del proceso de escritura y he logrado convencer a algunas personas de concederme unos minutos de suspended disbelief. Uno pensaría que este quehacer, aunado con mi oficio aludido en el primer párrafo, sería una valiosa ventaja sobre mis congéneres. Uno pensaría que puedo leer a las personas, inferir lo que piensan y sienten según lo que dicen y lo que no dicen. Pero, hace muchos años, mi pareja de ese entonces declaró nerviosamente, tras casi cinco años de relación, que debíamos “tomarnos un tiempo” y salió corriendo de mi carro. En retrospectiva, el hecho de que él estuviera usando lentes oscuros dentro de un auditorio debió haberme llamado la atención, pero era el día de mi graduación de la universidad y yo estaba distraída graduándome.
Horas más tarde, cuando lo llevé a su casa después de la ceremonia y lo vi salir como un rayo de mi carro, intenté imaginar lo que pasaba. No encontré nada inusual en las semanas anteriores, excepto que yo estaba estresada por la incertidumbre que se me venía encima tras la graduación, y una persona estresada es poco aporte; pero confiaba en que él supiera que era temporal. Por otro lado, listé las condiciones de la vida que él llevaba en ese momento, y concluí que probablemente se había metido en algún funky business y algo había salido mal.
A esa conclusión contribuyó que, en los meses siguientes, me llamaba ocasionalmente. En una de esas llamadas me dijo que tenía un pecado que pagar; una persona del pasado había rastreado sus pasos y esta era su oportunidad de reivindicarse o irse al infierno. Recuerdo sus palabras porque sonaban dignas de un drama literario, porque me hicieron reírme y preocuparme. Le respondí que si yo no podía ayudarlo, al menos le daría el tiempo que pidió (como si hubiera tenido otra opción). Entonces, replicó él, yo tendría que esperar por mucho tiempo. En mi diagrama de flujo mental, la orden de “esperar por mucho tiempo” era distinta a la de “no esperar”.
La realidad resultó ser mucho más aburrida, y un tanto más cortante, que la ficción. Lejos de las historias que imaginé sobre él siendo perseguido por la mafia (eran historias entretenidas, if I do say so myself), simplemente una mujer se había mudado con él. Ella era quien había vuelto del pasado y él, felizmente, logró reivindicarse. Se casó con ella unos meses después de salir corriendo de mi carro. Vivieron felices para siempre, según veo de vez en cuando en la columna de Amigos Sugeridos de Facebook.
La imaginación, cuando involucra simular la vida interior de otros, tiene un límite. Hay cosas que uno no esperaría de una persona tras confiar en ella por años; hay cosas que no se descubren en el primer encuentro con una persona desconocida. En este sentido, la ficción es más gratificante que la realidad. La ficción debe entregar toda la información que necesitamos, aunque no necesariamente de modo explícito. La ficción, además, debe tener sentido hasta en los giros narrativos más sorpresivos y aleatorios; especialmente en los giros más sorpresivos y aleatorios. La realidad no suele extendernos semejantes cortesías.
Durante este y otros capítulos tragicómicos de mi vida, me refugié en historias de ficción que, sin reflejar mi experiencia personal a cabalidad, lograban expandirla y me ayudaban a darle sentido. Había algo terapéutico y reconfortante en esos mundos y personajes creados por otros que llegaban a mí en forma de libros. Observé otras perspectivas, conversé con personajes que no encontraría en mi vida diaria, experimenté otros finales.
Un estudio del 2015, publicado en la Scientific Study of Literature, preguntaba si los escritores de ficción realmente tenían mayor capacidad de tomar la perspectiva de otras personas. La respuesta fue no. Tenían tanta capacidad como cualquier mortal, y la brillante labor de adoptar el punto de vista de otros ficticios no se generalizaba automáticamente a congéneres reales. Mientras aparece un estudio similar para gente de mi disciplina, ahora cuando me preguntan qué estudié, respondo y agrego “… y no te estoy analizando”. Mi interlocutor exclama “¡me leíste la mente!” pero, de verdad, no lo hice.