Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 27 de abril de 2017.
Uno de mis mayores temores, viviendo lejos de mi país, es despertarme por la mañana y encontrar mi teléfono a reventar de mensajes. Malas noticias. Algo así ocurrió hace unas semanas, cuando desperté y tenía decenas de mensajes nuevos en WhatsApp. “Decenas” suena a queja pusilánime; puede ser peor, me han contado, pero véase desde la perspectiva de mis modestas habilidades sociales. Solo recibo tantos mensajes cuando mi grupo familiar -numeroso como un pequeño país pero mucho menos que El Vaticano- discute viajes o cáncer.
Decía, hace unas semanas me desperté y encontré que tenía decenas de mensajes. Yo sabía que San Salvador, la capital, llevaba varios días lidiando con un enjambre sísmico y con la incertidumbre de si se debía a una placa tectónica o a una urgencia volcánica; la ciudad está en las faldas de un volcán. Finalmente, mientras yo dormía, tembló fuerte, de esos sismos con retumbo incluido. La magnitud era modesta pero la profundidad era poca y esto último era lo importante, además de que el epicentro se localizó en un área cercana a la ciudad. Mi familia estaba bien, afortunadamente. Los reportes mencionaban daños considerables y había al menos una persona fallecida pero, técnicamente, no fue un terremoto. No dio para alcanzar periódicos internacionales o activar el servicio de alerta de Facebook. Carry on.
Estar en medio de un movimiento sísmico, fuera del potencial peligro mortal que implica, me parece fascinante. No en el sentido “la Pachamama nos recuerda que está viva” sino en el sentido del libro “La Tierra y sus recursos” que usábamos en mis clases de ciencias naturales. Mi primer terremoto fue en 1986, cuando yo tenía un año, y siéntase libre de hacer cálculos sobre mi edad, no pasa nada. Gracias a los recuentos de mi familia, tengo un recuerdo construido de estar en la calle, en brazos de quien me cuidaba, con el cableado telefónico amenazando con caer sobre nuestras cabezas.
La mañana del 13 de enero de 2001 ocurrió el primer terremoto que viví conscientemente. Estaba con uno de mis hermanos viendo televisión y la Rana (QEPD), mi perrita y gran socia, corrió a nosotros como si nos diera la noticia. Objetos cayeron y más adelante hubo que cortar un árbol del jardín para evitar riesgos, pero eso fue todo en mi mundillo. Fuera de este, al terremoto le siguió un frente frío que empeoró la precaria situación de las personas en los albergues. Esta fecha, además, es tristemente recordada por Las Colinas, un vecindario que fue soterrado por un desprendimiento de la adyacente Cordillera del Bálsamo (agréguese a este archivo al expresidente de la república que se robó buena parte de los donativos internacionales para la reconstrucción tras el terremoto).
El siguiente terremoto ocurrió solo un mes más tarde. Era 13 de febrero y recién había comenzado el año escolar. Este terremoto también ocurrió en la mañana y uno de mis profesores, dando clases en el salón al lado del mío, salió corriendo y dejó a mis compañeritos tirados a la buena de Dios. Después del magno evento tectónico, una amiga quedó en shock, llorando a mares, y le presté mi mood ring para tranquilizarla. Le llevó meses devolvérmelo y para entonces estaba raspado y ya no funcionaba (qué hace alguien para que ese tipo de anillo deje de funcionar, no lo sé). En mi colegio solo hubo daños materiales menores, entre ellos una placa del techo en mi salón de clases, justo encima de mi pupitre, que quedó suelta por meses.
Con esos terremotos en mi haber, más los frecuentes sismos de poca monta esperables en un lugar apodado “El Valle de las Hamacas”, llegué a Chile. Llegué un año y días después del terremoto y tsunami del 27 de febrero de 2010. Conocí Valdivia, donde ocurrió el terremoto más fuerte registrado en la historia, en 1960, y vi una punta de chimenea sobresaliendo del río que se tragó el resto de la casa. En mis visitas a lagos y playas, buscaba los rótulos de “ruta de evacuación de tsunami”, en parte porque los deseaba para mi propio país. En un artículo en el periódico digital El Faro, titulado “En caso de tsunami sálvese quien pueda”, el señor Hilton Aguilar explica –you can’t make this stuff up– que el plan de emergencia para su comunidad costera, cuando ocurra un sismo, es correr al mar a ver si el agua ha retrocedido. Si es así, es porque viene el maremoto y entonces hay que alejarse de la playa. Es lo mejor que puede hacer esa y otras comunidades costeras porque, como mis compañeritos en el 2001, están abandonadas a la buena de Dios por las autoridades. Nuestra cultura de prevención es admirablemente inexistente. Quizás desde que se escribió ese artículo, en 2012, se ha implementado un plan serio pero yo no sería tan optimista.
Llegué a Inglaterra y palpé el terreno: no tenían volcanes activos, ni placas tectónicas, ni les llegan colas de huracanes. Must be nice. No es que estén exentos de calamidades, pero también están preparados para diversas emergencias. He estado en más simulacros de incendio aquí en año y medio que en simulacros de terremoto en 20 años; agradecimientos a la gente de Health and Safety de la universidad por el entrenamiento. Si los llevara a mi país, y nos vieran quedarnos quietos mientras tiembla para estimar la magnitud y calcular si valdría la pena el esfuerzo de evacuar el edificio, les daría patatús.
Para el sismo de hace algunas semanas, escribí frenéticamente a mi familia y amistades. Asumí que estarían bien, que dirían que “solo fue el susto” y que cosas se cayeron en sus casas y ya, pero los eventos geológicos activan mi instinto gregario y mi culpa de sobreviviente. Tal como lo esperaba, las respuestas que obtuve pueden resumirse con la frase “Se sufre pero se goza”, que es el slogan no oficial de El Salvador (no me crea, esa es solo mi opinión. Por otro lado, es la verdad). A uno de mis hermanos y mi cuñada el terremoto los encontró en el supermercado. Mi hermana vive en zona de riesgo, que no es decir mucho porque todo el país es una gran zona de riesgo, pero su caso es porque vive en la pendiente del volcán, y al volcán lo arrasó un incendio masivo hace poco (puras alegrías mi país) y hay riesgo de deslave. Mis padres compraron su casa en una zona firme en los 70s pero, a su alrededor, donde solía haber riachuelos y barrancos en ese época, ahora hay zonas residenciales. Es decir, casas construidas sobre un vacío que puede quedar al descubierto con un vigoroso estornudo.
Mis días suelen ser más largos que las 24 horas reglamentarias porque incluyo las horas de diferencia entre Inglaterra y El Salvador. Con frecuencia pienso en los procesos geológicos de este último y en años recientes los he tenido más presentes, al punto de desarrollar el temor a las notificaciones matutinas del teléfono. Aproximadamente, en mi país ocurre un terremoto arrollador cada 15 años y una erupción del volcán de San Salvador cada 100 años. El último terremoto fue en 2001, la última erupción fue en 1917.