Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 21 de diciembre de 2017.
Hablar del clima suele considerarse un sinónimo de no tener nada interesante que conversar, una manera de llenar un silencio incómodo. Doy fe de que lo es, pero el clima también es, en lo inmediato, una experiencia compartida. Cualquiera tendrá una opinión sobre el clima y, con un pequeño empujón, es una puerta que lleva a temas más interesantes, sobre todo si se está entre personas de distintos países.
Por muchos años, viví con la confusión de cuándo era invierno y cuándo era verano en mi país. Se decía que ya venía el invierno cuando se acercaba la temporada de lluvias y esta iniciaba cerca de la mitad del año (lo recuerdo por los anuncios en la televisión que comenzaban con un “Señor agricultor…”, un llamado para preparar los cultivos). Entre esos meses también se publicitaba el “verano”, que no era más que la Semana Santa. El frío, para estándares salvadoreños, comenzaba con los vientos de octubre, y la feliz temporada de ventarrones, cielos azules y bajas temperaturas seguía hasta el inicio del año siguiente. Este era “el otro invierno”, el clima de fin de año. Todo esto era normal para mí, pero no escapaba a mi atención que estas temporadas no calzaban con las que conocía de los libros de ciencia y por los medios de comunicación.
Eso, los medios de comunicación. Muchos de los productos culturales que consumíamos, que consumimos, provienen del “norte”, de Estados Unidos, incluyendo información sobre las temporadas del año. La nieve era cosa de países Primermundistas. Aun así, el invierno, el otro invierno, era mi temporada favorita: clima frío, vacaciones del colegio, y fiestas de navidad y año nuevo. Hablando de interiorizar productos culturales, aunque no hubiese nieve ni chimenea, podía contar con Santa Claus y sus regalos que aparecían supuestamente de la nada. El año que recibí una bicicleta, mi familia, misericordiosamente, me dijo que Santa Claus la había dejado en el techo.
Mi sueño de conocer un invierno como los que veía en televisión se materializó cuando yo era una puberta. Por un azar del destino, al cual llamaremos migración económica, terminé visitando a alguien de mi familia en Nueva York. Fueron días de ensueño en los que observé un mundo cubierto por un manto blanco, mientras me quedaba dentro del apartamento (digo, tampoco iba a salir a aplaudir por gusto) viendo Plaza Sésamo y descubriendo a la banda que sería el amor de mi vida. El recuerdo que tengo de mi única visita a Manhattan es una mancha blanca, porque ese día había una ventisca. Me dolían la piel y los huesos por el frío. Mi ilusión era ir a ver un musical de Broadway, pero migración económica dije, y lo que pasó más bien fue que entramos a un restaurante de comida rápida a esperar a que pasara lo peor de la tormenta de nieve.
Pero no todo ha sido un idilio mío con los climas de fin de año. Uno de mis inviernos más decepcionantes fue, de hecho, un verano. Antes de mudarme al sur del continente americano, no pensaba en que las temporadas del año ocurrieran “al revés”. No es que no lo supiera, solo no lo tenía registrado conscientemente como un hecho. No era lo que veía en televisión. Ahora era diciembre y hacía calor y yo lo detestaba. Sin embargo, las decoraciones en los centros comerciales del hemisferio sur también evocaban el invierno, con calcomanías de copos de nieve y Santa Clauses asándose dentro de sus abrigos o vistiendo bermudas para veranear a la orilla del mar. Supongo que en el hemisferio sur consumían los mismos productos culturales del norte que yo.
Crecí bajo un sol abrasador, y llegué a mi adultez temprana envuelta en un calor infernal. Después, en una tierra con las cuatro temporadas (aunque estuvieran “al revés”, con frío en junio y calor en diciembre), le llevó un tiempo a mi salvadoreño cuerpo acostumbrarse a que veinte grados no significaba punto de congelación. Ahora llego a diez grados sin bufanda, pero no me dejo olvidar que todos podemos experimentar el mismo clima de distintas maneras.
Aunque el clima es una vivencia común y ubicua, no afecta a todos por igual. El frío que me hace sentirme feliz tiene ese efecto en mí, en gran medida, porque estoy bajo techo, o porque puedo salir abrigada. Cada año en mi país, ese invierno de lluvias ponía (pone) en primera plana las condiciones de vulnerabilidad en las que vivía (vive) mucha gente: gente sin muchos recursos para protegerse, gente que pierde sus casas, gente que para empezar no tiene casa.
Hay dos o tres fenómenos que me encajan un nudo en la garganta apenas los escucho ser mencionados, y homelessness es uno de ellos. Uso la palabra en inglés, aunque su equivalente español signifique lo mismo, porque me suena más triste. Yo he tenido una casa, un hogar, toda mi vida. Apenas puedo imaginar perder mis pertenencias, mis soportes sociales, mi techo, los bienes y servicios que componen mi día a día (y que es fácil dar por sentados), y encontrarme a la intemperie sin un lugar adónde ir. No hace falta leer mucho al respecto para entender lo deshumanizante que llega a ser no tener casa, vivir en la calle. O tal vez sí hace falta leer mucho al respecto. Estar sin techo no es algo que preocupe a alguien que está bajo techo, a menos que corra el riesgo inminente de perderlo.
Antes de llegar a Inglaterra, no creí que este fuera un problema tan prevalente. Los primeros días vi a alguna persona en el centro de la ciudad pidiendo spare change, pero creía que un país como este, con su clima poco amistoso, no les fallaría a sus ciudadanos de esa manera. Yo y mi ingenuo beneficio de la duda hacia mi propia especie; peor, hacia la subespecie de país desarrollado. No me llevó mucho tiempo notar las bolsas de dormir en los portales y dar con noticias sobre el alarmante problema de la vivienda.
Me hice clienta de un vendedor de la revista Big Issue North (tendrá que googlearlo porque se me acaba el espacio), y ahondé en historias de gente que vive en la calle, nativos e inmigrantes por igual, de cualquier edad y género. Fuera de la sorpresa inicial, no era nada del otro mundo, lastimosamente. Con las particularidades de cada contexto, no era nada que no pasara en mi propio país, donde la pobreza es rampante y a veces son las mismas familias las que terminan expulsando a sus miembros del hogar, a la calle, a las pandillas, o a relaciones igual o más abusivas que las del núcleo familiar mismo. Finalmente, este vendedor se fue después de un año y fichas, y espero que él sea de las historias de éxito del BIN, los que logran get back on their feet. Ahora hay otro caballero en su lugar.
No me canso de decir lo mucho que me encanta el frío, la nieve, el invierno del hemisferio norte. Cuando comienza a nevar, siento que se me cumplió un deseo. Pero no paso por alto el hecho de que es fácil disfrutar la nieve cuando la calefacción está encendida.