Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 17 de agosto de 2017.
No está en mí interactuar efectivamente con la gente pero ocasionalmente me dan ganas de contribuir a mejorarle el día a alguien. Por eso llevaba un tiempo pensando en hacer voluntariado aquí y, finalmente, una tarde me encontré frente a un formulario en línea por quinto día consecutivo. El formulario no era largo, era solo que no me animaba a enviarlo porque temía el compromiso y las responsabilidades que adquiriría. Una de las preguntas, por ejemplo, era si sabía primeros auxilios. Fui a una sesión años atrás, una mujer imaginaria murió bajo mi jurisdicción porque hice todo bien pero no llamé a la ambulancia. Antes de enviar el formulario, me matriculé en un curso gratuito en línea de primeros auxilios.
Me seleccionaron como voluntaria y me llamaron para la sesión de entrenamiento. El entrenamiento era para ayudar en el Pride de la ciudad, que sería en algunos meses. En parte, llegué a estudiar a Inglaterra gracias a Pride, la película sobre el grupo Lesbians and gays support the miners que apoyó la huelga de los mineros en 1984. Esa película me dio la idea para lo que llegó a ser mi investigación de doctorado, y me sacudió estructuras internas que ahora me tenían respondiendo ante un grupo de desconocidos lo que Pride significaba para mí.
Salí de la sesión de entrenamiento sintiéndome incompetente. Habíamos hecho el reto de los marshmallows, que mi equipo ganó porque alguien buscó en google cómo construir la torre. Por otro lado, tenía el guion de qué decir para evacuar parcial o totalmente el evento en caso de amenaza de bomba, sabía que tenía que estar alerta ante child predators, y conocía el área del parque designada para que ciertos siervos del Señor ejercieran su “derecho” a gritarnos con megáfono que nos iríamos al infierno. Consideré abandonar el evento pero estos eran los worst-case scenarios que tal vez no ocurrirían, salvo por el tercer punto, y esto era “hacer algo”. No quería quedarme de brazos cruzados, no para un evento que se le cuadra al rechazo, la exclusión y las injusticias experimentadas por millones de personas, por generaciones y alrededor del mundo.
La segunda reunión del equipo de voluntarios fue menos intimidante. Los organizadores de Pride ofrecieron un picnic en el parque donde sería el evento, para además familiarizarnos con el lugar. Llegué al punto de reunión y uno de los organizadores (que llevó fresas de su huerta que eran amor puro) nos señaló cómo llegar al resto del grupo: “Just find the rainbow flags”. En medio del extenso campo verde, destacaban banderas de arcoíris que delimitaban el área del picnic. Era mi primera vez pledging allegiance a la banderita en público y me encorvé, literalmente, pero poco a poco me obligué a enderezar la columna. Cerca había un grupo de hombres hipermasculinos jugando frisbee, y niños pequeños corrían a enrollarse en las banderas bajo la mirada sonriente de sus cuidadores. Estábamos ahí y no pasaba nada. Digo que fue “menos” intimidante porque en el equipo de Pride eran todos británicos; era la primera vez que yo, en este país, pertenecía a un grupo social que no estaba compuesto por extranjeros como yo. Esto significó (a) estar dos horas bajo un rarísimo sol abrasador, del que yo tuve más que suficiente las dos primeras décadas de mi vida y que me dio dolor de cabeza pero que los británicos amaban; y (b) que yo no entendía la mitad de lo que decían, y ellos apenas me entendían a mí.
Dos días antes del evento fue la última reunión del equipo. Llegó alguien de la policía de la ciudad a hablarnos de su rol en el evento y repasamos las responsabilidades de los stewards, las cuales ya no me parecían tan amenazadoras. Las caras ya me eran familiares, conocía los protocolos y la distribución de las zonas, tenían café y galletas. Uno de los organizadores preguntó quién querría ayudar con la marcha y levanté la mano. La ayuda consistía en ordenar a los grupos participantes, e ir delante de la marcha para detener el tráfico en cada callecita que desembocaba en la avenida por la que pasaría. Eran 22 callecitas (insértese aquí el emoji de calavera).
Llegó el día y me dieron un chaleco amarillo. El voluntario más joven era un bebé de meses, hijo de otra voluntaria, que vestía su propio chaleco que decía “Mommy’s little helper”. Varios nos apretujamos dentro de una van sin ventanas que nos llevó al punto de salida de la marcha. Me llevó tiempo entrar en calor, además que estaba distraída con las rollerblade girls, pero logré ubicar a los grupos en sus posiciones. Entre los grupos destacaba una amable reverenda y su comunidad cristiana (my kind of siervo del Señor), una imponente drag queen, los queer commies y perros del cuerpo de bomberos vistiendo pañuelitos de colores. Ahora no puedo esperar para llegar al infierno.
Los siguientes 45 minutos los pasé leapfrogging con otros voluntarios, corriendo por más de una milla para detener los carros que se dirigían a la avenida. Corrí como si me persiguiera un predicador con megáfono, con los tambores de la marcha sonando a mis espaldas. Entendí lo básico del cierre de carriles para retener a los conductores con ceño fruncido mientras llegaba la patrulla a explicarles por dónde podían salir. La marcha alcanzó el parque y entonces pude verla de principio a fin, desde una elevación, mientras hacía su entrada triunfal.
El resto del evento lo pasé cargando una cubeta con mercancía o una alcancía, recolectando fondos para el próximo año. Me di ánimos pensando en la película Pride, en la que los protagonistas también pedían donaciones. Aquí nadie iba a escupirme por hacer eso pero ni siquiera pude abrir la boca. Afortunadamente, mi compañera de rondas, una undergrad bajita de voz dulce, era menos introvertida y su “Donations for Pride!” le salía como una canción. Conversamos sobre la última vez que desconocidos la grabaron a ella y su novia, y sobre las veces que le han dicho que ambas solo quieren llamar la atención. Estábamos a la entrada del parque y notábamos quiénes llegaban por interés genuino y quiénes por morbo. Los segundos ni volteaban a vernos, querían entretenimiento gratuito. Hay una investigación (tendrá que pedirme la referencia) que declaraba que Pride era la ocasión para mucha gente “dentro de la norma” de suspender su prejuicio para disfrutar el freak show, pero nada más. No cuestionaban sus propias actitudes hacia la diversidad sexual y de género, ni se esforzaban por comprender el por qué de este evento más allá de la pluma y la brillantina.
Cuando terminó mi jornada, regresé a casa caminando sola. Algo en el ambiente se disolvía mientras me alejaba del parque. Había menos colores, por supuesto, ni un signo de festividad. La vida no cambió para la gente que podía tomar la mano de su pareja en público o despreocuparse de nombres y pronombres. Le devolví la mirada a algunas personas en la calle pero hasta que iba llegando a casa me vi en la ventana de un carro. En mi cara todavía tenía dos arcoíris que otro voluntario había estampado bajo mis ojos.