Columna publicada en periódico El Faro el 28 de junio de 2019.
Usted madruga y ya está haciendo calor. No cae agua en su casa. El vecino le envenenó a su perro rescatado. Se va a su trabajo mal pagado y la gente insiste en que este país saldría adelante si tan solo trabajáramos más horas al día, más días a la semana. Un dolor le está fregando desde hace un tiempo, pero quiere ganas ir a meterse al Seguro. Piensa en su amigo asesinado, en su familia en Estados Unidos. Reza por regresar a casa con vida y se arma de paciencia para soplarse dos horas en tráfico. Unos hombres en la otra acera se le quedan viendo fijamente mientras hablan entre sí señalándole con la barbilla. Las pandillas, la policía, el Gobierno; la ciudadanía de bien y su amor por el exterminio. El Salvador resume básicamente en eso desde la óptica privilegiada. Sí, hay playas bonitas, pero así no se puede vivir.
Lejos del caótico El Salvador, en otro punto del tiempo y el espacio, es 1984 y el Sindicato Nacional de Mineros de Gran Bretaña está en huelga. El gobierno conservador, liderado por Margaret Thatcher, doblega a los mineros y sus familias a garrotazos y hambre. Los pueblos mineros y el resto de la población tienen otras prioridades fuera de la llamada Marcha del Orgullo Gay que se organiza ese año en Londres. En este 1984, como en El Salvador de 2019, flota en el aire la afirmación categórica de que hay temas más importantes de qué preocuparse que las personas LGBTI.
Entre los grupos que surgieron en Londres para apoyar a los mineros y sus familias, destacó un colectivo de lesbianas, gays y bisexuales, aunque la B es muda en esta historia. La agrupación Lesbianas y Gays Apoyan a los mineros (LGSM por sus siglas en inglés), se dedicó a recaudar fondos en apoyo a la huelga, porque el trato que recibían los mineros también estaba en su lista de preocupaciones: ser blanco de brutalidad policial y de amedrentamiento por parte del gobierno y otros sectores de la sociedad. A esto hay que sumarle el resto de sus propias preocupaciones (que siguen vigentes), que van desde el repudio de sus propias familias hasta la letal enfermedad que comenzaba a arrasar con sus miembros ante la indiferencia -por no decir regocijo- del resto del mundo.
De vuelta a El Salvador de 2019, quien lee estas líneas se identificará como víctima de varios eventos en la lista del primer párrafo de este texto. Agregará algunos, quitará otros. Sería una falacia decir que en uno de los países más violentos del mundo, con un alarmante grado de inequidad socioeconómica e intolerancia política, las condiciones que consideramos compartidas las experimentamos por igual, en cantidad e intensidad.
Siempre frente a estresores supuestamente universales hay poblaciones más vulnerables que otras; aun dentro del grupo LGBTI los factores protectores y de riesgo no se reparten por igual. Esto lo ilustran -inadvertidamente- columnistas en diversos medios salvadoreños cuando en su discurso antiLGBTI distinguen entre “los gays” de nivel socioeconómico alto (compartido con los columnistas) y los de nivel bajo. Pero quedémonos en la vulnerabilidad acentuada por orientación sexual e identidad de género que se ha estudiado en variados contextos, desde desastres socionaturales en Filipinas, pasando por inseguridad alimentaria en Estados Unidos, hasta las caravanas centroamericanas de migrantes.
Las personas LGBTI están tan empeñadas, como sus contrapartes heterosexuales y cisgénero, en sobrevivir el día a día, mientras lidian con dosis adicionales de hostilidad. A estas hay que agregarle el asco, la moralidad, la protección del matrimonio y la niñez; todos argumentos superficialmente plausibles que dicen mucho sobre quién los pregona y nada sobre a quiénes se dirigen. Esto, además, no es casual.
Los llamados a “preocuparnos por temas más importantes” cuando se alzan banderitas de arcoíris en espacios públicos son invitaciones a perpetuar la exclusión. Estos llamados ocurren en una sociedad en la que a la diversidad sexual y de género se le permite solo dos magnitudes: personalmente irrelevante o amenaza abominable. Estas magnitudes se alternan entre sí y posicionan a la población LGBTI como carne de cañón frente a crisis sociales.
En general, las condiciones sociopolíticas adversas tienden a agudizar el prejuicio y la discriminación. Ejemplos recientes incluyen la Primavera Árabe en Egipto, donde la creciente persecución de personas LGBTI estaba asociada a la fuerte corrupción e ineptitud gubernamental; y el aumento de crímenes de odio hacia la población LGBTI con la llegada de Donald Trump al poder en Estados Unidos y con el ascenso del pensamiento de ultraderecha en Reino Unido y el resto de Europa. Otra tendencia que resulta familiar es la estrategia que utilizan iglesias y políticos conservadores cuando comienzan a perder el apoyo popular. Cada tanto, estos sectores se vuelcan al absurdo, lanzando al aire demonios mitológicos y patologías ficticias para vendernos sus credenciales de protectores supremos de “los valores”.
La distinción entre gente LGBTI y no-LGBTI es, para propósitos de la vida en sociedad, tan inocua como el color de pelo. No obstante, alrededor de la diversidad sexual y de género se construye el imaginario de una amenaza global, un grupo peligroso que arrebatará derechos y recursos a “la mayoría”. Más bien, las condiciones de vida de esta minoría que parece irrelevante son una medida de cómo funciona nuestro medio social y de cómo eventualmente se abordarán otros problemas, esos que a la mayoría sí les pasan por el cuerpo.
La Marcha del Orgullo nació en Nueva York en conmemoración por las protestas de Stonewall, hace justamente 50 años, y es una fiesta/protesta por y para las personas LGBTI. Sin embargo, las demandas desde el frente de la diversidad sexual y de género (que por supuesto es uno de muchos en la sociedad civil) abarcan aún más: acceso a empleo formal y educación integral, servicios adecuados de salud, espacios públicos accesibles y seguros, políticas inclusivas. Estas condiciones no son lujos, son cimientos de una vida digna. Una persona cis-heterosexual promedio podría responder con un “ni yo tengo esas garantías, qué voy a pedir que se las den a las maricas” y con eso al menos coincidimos: no es la gente LGBTI quien quita derechos.
Es por eso que la visibilización y participación activa de aliados también es importante. Para la Marcha del Orgullo Gay de Londres de 1985, un año después de la huelga, bloques de mineros llegaron de todo el país para marchar junto a la comunidad LGBTI. Esta alianza trascendió al parlamento británico y tuvo repercusiones positivas para el Reino Unido a largo plazo. A El Salvador le sobran problemas importantes, urgentes, complejos; cuestiones de vida o muerte para miles de sus habitantes. Que la intención de “preocuparnos por temas más importantes” se traduzca, pues, en inclusión y no en omisión.
A distintos grupos sociales les apuran problemas específicos, pero su abordaje efectivo requiere consciencia de que lo que ocurre en un ámbito de la sociedad permea en otros. Grupos LGBTI saben qué es sufrir violencia, acoso sistemático y marginalización, tanto como saben organizarse, construir comunidad de cara al horror y reconquistar la dignidad negada. Nada de esto es irrelevante en la sociedad salvadoreña.