Columna publicada en periódico El Faro el 7 de febrero de 2020
Es curioso que El Salvador no sea un país pacífico, cuando buena parte de su población dice conocer la clave para detener la violencia. Si tan solo todavía se le cortara la mano a los delincuentes; si tan solo más madres hincaran a sus hijos e hijas en maicillo; si tan solo hubiera pena de muerte. Hay que sacar militares a las calles, a las bichas embarazadas de las escuelas, a los pipianes de cualquier lado. Pareciera que la clave para alcanzar la paz en el país se llama “mano dura” o, lo que es lo mismo, cero tolerancia a quienes se salgan de las normas establecidas.
El 29 de enero 2020, el Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP) publicó los resultados de una encuesta de opinión sobre la situación del país a 28 años de la firma de los Acuerdos de Paz (los cuales, sin desmerecer su importancia, poco ofrecieron en materia de reamueblarle la psique colectiva a El Salvador). Más del 80 % de la muestra representativa de la población salvadoreña opina que “la democracia es la mejor forma de gobierno”, pero en estos resultados también destaca el alto grado de apoyo a acciones gubernamentales propias de regímenes autoritarios. Estas acciones incluyen “sacrificar algunos derechos” para lograr el bienestar de la sociedad, aplicar políticas de “Mano Dura” y excluir o eliminar personas “que causan problemas”. El autoritarismo suele pensarse como algo ejercido únicamente desde el Gobierno, pero el apoyo que recibe el accionar estatal es un reflejo del posicionamiento ciudadano.
Para reconocer la gravedad de las actitudes autoritarias en la población salvadoreña, más allá de porcentajes descriptivos, es necesario comprender qué es el autoritarismo. El estudio de este concepto surgió con el auge del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando un grupo de investigadores en California, el grupo Berkeley, estableció nueve rasgos que componían el “síndrome autoritario”. Estos estudios iniciaron con la idea de que existe una personalidad autoritaria, pero la evidencia a través del tiempo ha mostrado que el autoritarismo es -cómo no- una construcción cultural.
En cualquier caso, el síndrome autoritario describe a una joya de persona. Imagine a una persona convencional, es decir, fervientemente apegada a las normas. Tiende tanto a la sumisión a la autoridad como a la agresión de quien se desvíe de lo normado, a la vez que evita procesar el mundo a través de su propia subjetividad (lo que incluye huirle al autocuestionamiento). Es una persona supersticiosa y que juzga con base en estereotipos, orientada al poder y la prepotencia, la destructividad y el cinismo. Tiende a proyectar las ideas propias sobre otras personas y muestra notable fascinación con regular la vida sexual ajena. Para resumir este perfil, estas nueve facetas ahora se entienden como un grupo de tres actitudes: sumisión autoritaria, agresión autoritaria y convencionalismo.
Este perfil conforma lo que ahora se llama autoritarismo de derechas. Antes de que las izquierdas se levanten y se vayan, nótese que “derecha” aquí no se refiere a simpatizantes de derecha, sino que tiene un significado literal: la rectitud, lo correcto, lo que se apega a lo establecido por las autoridades tradicionales. El autoritarismo, a fin de cuentas, surge en un contexto de intolerancia que valora la punitividad como método de enseñanza y aprendizaje social. Hace algunos años, por ejemplo, en un estudio que usó la Escala Salvadoreña de Autoritarismo de Derechas (el nombre implica que esta escala es una medida psicométrica válida en el contexto nacional), se encontró que ocho de cada diez salvadoreños del Área Metropolitana de San Salvador (AMSS) se decantan por valores de crianza infantil autoritarios.
El autoritarismo es más que una orientación política. Las actitudes autoritarias permean la vida interpersonal: la crianza, la religión, las estructuras familiares, las relaciones con otras personas, a quién querer, a quién matar. También configuran una dicotomía de lo bueno y lo malo, donde cualquier desviación es una amenaza. Por este pensamiento blanco-y-negro, las personas autoritarias suelen ser menos creativas y tienen una percepción básica en torno a lo femenino y lo masculino; por ejemplo, hombres y mujeres autoritarios coinciden en su adherencia a roles rígidos de género.
Una grave consecuencia de las actitudes autoritarias es la conformación de un “nosotros” que se escuda en una superioridad moral imaginada. Mucho daño puede causarse a terceros mientras uno se cataloga como “de los buenos”. Es afortunado (pero no fortuito) cuando autoridades y buena parte de la población coinciden en este nosotros. En tal caso, como advierte el reporte del IUDOP, si la autoridad se siente amenazada ante críticas o señalamientos, cuenta con el respaldo de seguidores dispuestos a permitir la confrontación de la autoridad con quienes “causan problemas a la sociedad”.
El nosotros necesita una contraparte y las personas autoritarias tienen perpetuamente en la mira a “los otros” que se salen de la norma. Al mismo tiempo, estas personas son incapaces de observar y cuestionar sus actos propios, con la certeza de que la superioridad moral está de su lado. Todo esto, como explica el estudio con población del AMSS citado anteriormente, desemboca en “crímenes de la gente buena”: la autoproclamada ciudadanía de bien que cree tener la razón y la moral para actuar de modo violento con quien sea. Así, aún removiendo a la población pandilleril de la ecuación, salvadoreños y salvadoreñas viven en conflicto constante, alternando el rol de víctima y victimario, con el ocasional asesinato por pelearse un pedazo de vía pública.
Hay un último punto sobre autoritarismo a contemplar aquí, tan relevante como contraintuitivo. Tanto el estudio local citado previamente como un estudio del Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) sobre la percepción de las políticas de Mano Dura en Las Américas, sugieren que la percepción de inseguridad o el temor a ser víctima del crimen no son las influencias más importantes para las actitudes autoritarias. El estudio del LAPOP mostró que el predictor más fuerte del apoyo a políticas de Mano Dura en diversos países latinoamericanos era la percepción de corrupción; el estudio local, que el predictor fundamental del autoritarismo en El Salvador es la anomia: la distancia entre las metas sociales establecidas y los medios que los individuos tienen para cumplirlas. Aunque falta investigación para comprender tales relaciones, estos resultados sugieren que el autoritarismo está asociado a la inequidad social y a los espectáculos estatales que se ofrecen en nombre de la corrupción y del combate a la misma (que es muy distinto a hablar de un firme combate a la corrupción).
¿Qué quedaría de El Salvador si le removiéramos el autoritarismo? Tal vez nada, tal vez un país bonito. Para lograr lo segundo, es necesario trascender la imaginación restringida, examinar los guiones de nuestra vida interpersonal y cuestionar lo que no deberíamos cuestionar. Como alternativa, podemos quedarnos donde estamos: si pedimos cuentas sobre los beneficios sociales de los cinchazos a los cipotes y de la militarización del espacio público, la excusa será que la Mano Dura no ha funcionado porque no ha sido lo suficientemente dura. En el imaginario autoritario, el país se vendría abajo si removemos convencionalismos, autoridades incuestionables, obediencia ciega y tolerancia cero, como si el país no se hubiera venido abajo hace ya mucho tiempo por esas mismas razones.