Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 7 de diciembre de 2017.
El sentido de pertenencia tambalea cuando toca migrar. Atrás queda el hogar, la familia, los amigos, las experiencias y los lugares que fueron clave para formar la persona que somos. Uno no deja de sentir que pertenece a todo eso, aunque a veces el tiempo de muestras de lo contrario. Mientras uno sale a encontrar un lugar nuevo en el mundo (porque quiere y no porque le obligan, en el caso de los privilegiados), en el lugar antiguo la vida sigue para quienes se quedan. El agujero que uno deja con su partida va cambiando de forma y de tamaño, al punto que a veces uno regresa y descubra que ya no cabe en él.
Digo “uno”, pero no sé si quiero decir “yo”. Mi sentido de pertenencia ha tambaleado siempre, por una razón o por otra. Ha sido una constante en mi vida sentirme fuera de lugar y marinar en la soledad que conlleva esa sensación. Al mismo tiempo, sin embargo, las redes de apoyo tan cuerdas y estables que tuve mientras crecía me prepararon para estar en paz con esas fluctuaciones. De modo que no es una tragedia, esto de sentirme al margen de mis propios grupos sociales, aunque por momentos (y por momentos quiero decir años) se sintiera así.
Mi primer hogar, mi familia nuclear, tiene los tintes de un textbook case de cómo inspirarle un yo sano a una personita. No estoy idealizando, pero dejo en claro que lo negativo queda entre mi terapeuta y yo. Por el lado amable, pienso en la casa en la que crecí y recuerdo la seguridad y comodidad que sentía a diario dentro de ella y con los seres que vivían en ella. Estos seres me hacen mucha falta y siempre hay una parte mía que desea volver a verlos.
Mi colegio fue una extensión de mi casa, aunque no tuviera amigos. Esto es un decir, tenía amigos, pero no pertenecía a ningún grupo y yo era más bien un anexo ocasional de pequeñas cliques. Aquí comencé a sentir que no encajaba del todo. Salvo un par de excepciones, yo no era la primera persona que se le viniera a la mente a nadie cuando le preguntaban por sus mejores amigos. Por temporadas, pasaba sola en los recreos. Habitualmente me sentía invisible e insignificante, aunque tampoco sufrí bullying, alabado sea, pero en esas épocas de juventud y lozanía, no siempre se tienen las mejores herramientas emocionales para comprender y lidiar con el ego herido. Encima de ser socialmente inepta y de creer que tenía una onda cerebral distinta al resto de mis pares, a veces sentía odio, enojo y desdén por ellos. Hasta este día no me explico por qué, fuera de mis delirios secretos de grandeza y superioridad; no me trataban mal, que yo recuerde. De hecho, muchos me trataban de “usted”, bless them; y tampoco me explico por qué.
Con todo y todo, la vorágine de síntomas que me hacían digna de mostrar mi foto en un apartado del DSM-IV (no he visto la versión más reciente, el V) fue cediendo. Mi vida interior tenía buenos cimientos, yo contaba con el apoyo de algunos profesores por quienes hasta este día siento una enorme gratitud, y, a fin de cuentas, estaba un entorno escolar bastante amigable. En retrospectiva, además, me doy cuenta de que andaba pegándomele al grupo de queer kids de mi generación, lo cual me causa satisfacción porque demuestra consistencia en mi vida, aunque en ese tiempo no supiera apreciar lo que ello significaba.
Sabía, entonces, que pertenecía a ciertos grupos sociales, y sabía que se me apreciaba en ellos. Pero no dejaba de sentir que no encajaba del todo. Con la madurez y la disolución de la vida escolar, llegó el distanciamiento objetivo que por fin correspondía a mi vivencia subjetiva de soledad. Con la edad de las redes sociales, además, llegó el dar gracias por ese distanciamiento. Facebook es una manera de leer la mente de las personas, de acceder a sus contenidos mentales más relevantes, y me di cuenta de que algunas de mis relaciones sociales, parientes o amigos, eran más agradables cuando no sabía qué pensaban con respecto a ciertos temas.
Mi constante siguió siendo pertenecer sin pertenecer. O más bien pertenecer a un archipiélago que a un continente, mis amistades eran pequeñas islas con poca o nula conexión entre ellas salvo yo. Cuando llegué a la adultez, me di cuenta de la colección de amigos que había hecho en distintos contextos y de cómo rara vez se conocían entre ellos. Ocasionalmente los presentaba unos con otros, pero la cúspide de esta colección sin ton ni son fue la incómoda celebración de mi cumpleaños, en la que invité a mi colección de amigos que poco tenían en común unos con otros. No más intenté juntar mis pequeños círculos. Imaginé que esta sería la clase de problemas logísticos que uno enfrentaría liderando el Arca de Noé, con tantas especies distintas en un solo espacio. No se me malinterprete, amo a mis amigos y doy fe de que forman, en mi vida, un bonito mosaico de gustos, personalidades y cosas que aprender de ellos. Es solo que me acuerdo lo que me dijo uno de estos amigos queridos: “uno es el promedio de sus amigos”. Soy un tanto fragmentada, entre otras cosas.
Con esta pulsante sensación de no encajar, no solo entre mis círculos sociales inmediatos sino en un país abiertamente misántropo, estaba preparada para mudarme a otro lado. Me rompió el corazón dejar atrás a mi familia, y a mis amistades que habían madurado hermosamente con los años. La distancia y el paso del tiempo me confirmaron que yo ya no cabría en ese agujero que había dejado atrás, y en realidad no estaba del todo segura de querer caber. Estaba bien sin lidiar con un país misántropo, pero también mi condición de extranjera dejó de ser una mera subjetividad. Mi acento, mis gustos, mis conocimientos, mi temperatura corporal, todo gritaba que yo no pertenecía al sur del continente americano. Pero me aceptaron en él, como mucha gente antes me aceptó en sus círculos como miembro honorario. Logré un nuevo hogar, uno lejos de mi primer hogar.
Para cuando llegué a Inglaterra, no me preocupaba encajar o no. Por supuesto, a estas alturas también estoy consciente de que ese sentido del yo proviene de una vida de privilegios, de contar con los recursos materiales básicos y con suficiente apoyo emocional. Pienso en quienes no tienen casa, familia, un techo sobre su cabeza, sobre todo ahora que vienen las fiestas y ahora que viene el invierno.
Mi sentido de pertenencia se mantiene, y ahora que le pongo atención lo entiendo mejor. Dentro de todo, he tenido mucha, mucha suerte, entre estar en paz con mis rasgos de outcast (como dice la intelectual frase que leí alguna vez: “wherever you go, there you are”) y encontrar en mi camino nuevas personas que hacen crecer mi mosaico. Estoy bien con mi –figurativa– onda cerebral divergente y mi condición objetiva de extranjera. Reconozco que sí quepo en muchos círculos, aunque siempre tenga que contorsionarme un poco para ello.