Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 6 de julio de 2017.
En mi primer empleo formal, conocí a alguien que me regaló un libro sobre los mil lugares que hay ver antes de morir. Esta persona se convertiría en un amigo muy querido, y lo conocí gracias a que él era un trotamundos y pasaba su vida saltando como pulga por todos los continentes, trabajando para una agencia de cooperación internacional. Mi vida, en contraste, estaba confinada a la recepción de la ONG que me había contratado, la cual era una fuente de invaluable aprendizaje personal pero me mantenía estancada en mi profesión. No hay una psicología de la angustia por contestar el teléfono (si usted me pasa fondos puede haberla) ni de prepararle el café a la junta directiva. Loor a las asistentes ejecutivas y secretarias, oficios horrendamente subestimados que hacen que la civilización avance. Pero lo mío no es hacer que la civilización avance.
A lo que voy es a la fe que este amigo tenía en mí. Supongo. No hemos conversado en persona por más de un par de horas en todos los años que llevamos de conocernos, pero desde nuestras primeras interacciones él pareció ver en mí a un kindred spirit; podíamos hablar de muchos temas por largo tiempo. Excepto a la hora de conversar sobre explorar el mundo, ahí yo solo podía escuchar. Estaba estancada en mi trabajo de asistente y en cansinos trámites para postular a becas que no iba a ganarme. No me imaginaba no salir a estudiar a otro país pero esa era la extensión de mi imaginación: salir a estudiar y volver. A lo mucho, viajaría para visitar familia en ese patio delantero de mi país que es Estados Unidos, y además me rehusaba a volar sobre el mar. No sabía adónde quería ir pero quería irme.
Antes de continuar, un disclaimer: aquí no hay ninguna moraleja acerca de lo maravilloso que es viajar. Para eso están los contactos de Facebook que postean videos y artículos sobre cómo vivir sin viajar es como leer solo la primera página de un libro y cosas así. Es difícil estar en desacuerdo con esa idea pero viajar es un privilegio más que un imperativo. Puedo pensar en algunas personas que tienen tanto o más mérito y capacidad que yo para estar estudiando y explorando países nuevos, y si no lo hacen es porque sus condiciones de vida les han llevado a tomar otras decisiones y otros caminos. La realidad pesa, como decía un amigo mío. Por supuesto que es recomendable salir del entorno propio de vez en cuando pero cada quien lo hará de acuerdo a sus posibilidades (o artimañas, como es mi caso).
Decía, mis aspiraciones tenían algo de ambición pero eran poco imaginativas. Fuera de querer seguir estudiando (sepa Dios por qué), estaba conforme quedándome en mi casa. Al mundo lo conocería por internet, por libros, por amigos internacionalmente cooperadores como el que había ganado, quien de vez en cuando me mandaba postales desde países asiáticos y africanos. En algún idioma debe haber un término que designe a la persona que observa sentada a otras que andan de viaje; esa era yo. De pequeña, me encantaba que la gente fuera y volviera de viaje porque me traían regalos, y ganaban puntos extra si lo hacían por avión, porque era mi oportunidad de ir al aeropuerto a ver los aviones despegar y aterrizar. También puede que haya un término para alguien que disfruta holgazanear viendo aviones despegar, volar y aterrizar.
Un par de años después de graduarme de la licenciatura y de haber recibido el libro de los lugares que debía ver antes de morir, logré una beca para estudiar en el extranjero. Ese fue el momento en que le vendí mi alma al diablo. Con la segunda beca que me gané años después, confirmamos nuestros votos de condena. Es cierto que estudiar lleva lejos. Desde que me convertí en becaria amplié mi kilometraje una barbaridad, gracias a los tantos lugares a los que tenía que ir para recoger datos o difundir hallazgos de estudios. Bendita academia y la necesidad de nosotros sus súbditos por aportar y destacar. Además, siempre hay oportunidad de ser turista cuando se es ponente, especialmente si uno ignora la presión social inherente a las listas del tipo “Los 10 sitios que absolutamente hay que visitar cuando estás en Ciudad X”. Me inclino por las atracciones gratuitas, las caminatas por la ciudad y la comida comprada en supermercado. Austeridad aparte, mi vida se ha convertido en un feliz loop de segmentos de La Cámara Viajera de Sábado Gigante y tengo los magnetos de refrigerador para probarlo. Tengo postales, fotografías y souvenirs que terminaré regalando porque hay que viajar ligero.
Por todos estos ires y venires, cuidadosamente instagrameados, uno podría creer que soy inteligente y adinerada, o al menos una de las dos cosas, pero no soy ninguna. Digo, no lo seré más que el promedio. Pasa que le pongo empeño a lo que hago y estoy construyendo un bonito CV, pero eso no hará que me zafe de mi pacto. El diablo se llevará mi alma cuando se me acaben las becas, recuerde que no coticé durante los años más productivos de mi ciclo vital, y me encuentre a mí misma sin pensión, si es que logro llegar a una edad en la que eso es una preocupación.
No pienso mucho en ese precio que tendré que pagar por haber salido de mi casa. A veces pienso, a modo de wishful thinking, que tal vez nunca tenga que pagarlo porque no sabemos adónde iremos a parar (e.g. Yo decía que nunca iba a cruzar el charco y heme aquí, viviendo en el otro extremo del mismo bajo un régimen monárquico). Mi tío George Harrison tiene una canción llamada Any Road, sobre la vivencia y el apremio de estar en movimiento constante, y los intentos por abarcar todo lo que hay por ver. A la luz de esta canción, hace varios párrafos que estoy tentada a comenzar una oración diciendo “Aprendí que..”, pero eso iría en contra de mi disclaimer. A nadie le importa lo que yo he aprendido viajando, además de que la mayoría de los viajes ocurrieron sin que yo los buscara. Soy una turista accidental, una mezcla de esfuerzo y buena fortuna, el embodiment del “yo pasando iba” que termina con un sello en el pasaporte. Lo importante es lo que dice mi tío: If you don’t know where you’re going, any road will take you there.
En el momento en que escribo esto, he viajado a diez países. A siete por razones académicas y a tres por Aerosmith, esto último es una historia de amor aparte. Ahora yo también puedo mandarle postales de América y Europa a mi amigo trotamundos. Como yo no tenía tanta fe en mí misma como él la tenía en mí, dejé el libro que él me regaló en la casa de mis papás cuando me mudé al extranjero. La próxima vez que regrese voy a desempolvar el libro y a tachar los lugares que he visitado, para escribir la guía de las decenas de lugares que alcancé a ver antes de que se me acabara la beca.