Columna publicada en periódico El Faro el 27 de marzo de 2020
Una pandemia es mucho más que una crisis global de salud pública. Esto ya es bastante malo, pero la propagación del COVID-19 también ha dejado expuestos los fundamentos de distintos sistemas sociales, incluido el salvadoreño. Esta pandemia es un evento anómalo y abrumador, hasta hace unos meses inimaginable; pocos países estaban preparados para hacerle frente y han ido aprendiendo sobre la marcha. Con esta consideración, algunas medidas que ha tomado el gobierno salvadoreño han sido acertadas, otras desafortunadas y que constituyen un amenazante signo de interrogación. Aun más, muchas dificultades que enfrenta El Salvador en esta crisis estaban aquí desde mucho antes y simplemente han encontrado tierra fértil en esta contingencia.
Dentro de la psicología de las pandemias, aparece la incertidumbre como un factor central. De por sí El Salvador es un país plagado de incertidumbres en la cotidianidad y el actual gobierno salvadoreño las ha profundizado con la ambigüedad en sus comunicaciones. Se entiende que el sistema de salud salvadoreño está colapsado, con o sin pandemia. Se entiende que la población salvadoreña no sabe regular su comportamiento si no es en respuesta a presiones externas, y mucha gente en condiciones de acatar medidas preventivas no lo hizo. Estas situaciones son un reto para cualquier gobierno.
No obstante, el nuestro es un país autoritario y nuestros gobernantes son incapaces de pensar fuera de ese guion. Uno creería que un sistema político que tiende a imponer medidas de seguridad por sobre los deseos y derechos de la población podría controlar mejor una epidemia, y en papel suena bien. Sin embargo, los regímenes autoritarios pueden empeorar la pandemia pues tienden a divulgar información en función de apariencias y no de transparencia pública. La salud pública sufre cuando no hay información clara, basada en la evidencia, y diseminada a todos los estratos sociales por canales apropiados y funcionarios competentes.
La marcada presencia gubernamental en línea sigue sin traducirse en acceso a información clara sobre el manejo del país. El presidente y su gabinete comparten sus tareas domésticas: en público se convocan a reuniones, se giran órdenes, se pelean con diplomáticos extranjeros, y generan expectativas. Sin embargo, muchos ciudadanos quedan con preguntas en cuanto a los resultados y las consecuencias de tales gestiones sobre su vida diaria. Esto era así antes de que nos alcanzara el temor a la pandemia y se agudizó con ello. Las reglas del juego sobre cómo sobrellevar la cuarentena no quedaron claras. Hasta la fecha, las autoridades no parecen ponerse de acuerdo en decretos y sus interpretaciones, la policía se adjudica la aplicación criterios que no posee, y las consecuencias de romper estas normas infundadas no ayudan a nadie: quien no cumpla la cuarentena a ojos de la autoridad, se arriesga a detención y hacinamiento. Parece que el castigo a una persona por arriesgarse al contagio es ponerla en riesgo de contagio.
En el contexto de la pandemia, algunas medidas drásticas son necesarias y hasta la improvisación se perdona cuando incluye el reconocimiento de necesidades de distintos sectores y el interés en salvaguardar la dignidad de la gente afectada. Pero no parece ser este el caso. El 11 de marzo reciente, el país entró en cuarentena nacional. Muchos salvadoreños que iban o venían de viaje fueron enviados a albergues para aislarles de modo preventivo. Algunas personas enviadas a los albergues compartieron sus experiencias (por ejemplo, aquí y aquí), caracterizadas por el miedo, la incertidumbre, la precariedad y la sensación de castigo. Reportes oficiales sobre las condiciones de los albergues eran desmentidos por quienes estaban ahí.
La mentalidad salvadoreña es muy dada a culpabilizar a las personas de sus desgracias. El “quién les manda a viajar” fue el meme por excelencia ante el recuento de estas experiencias, pero eso no fue todo. Desde el año pasado quedó claro que el acoso en línea es aceptable y merecido para quienes demuestran inconformidad con el actuar gubernamental. La crítica a acciones institucionales se interpreta como un ataque personal a la cara visible de la institución cuestionada, una mentalidad de patio de recreo donde la estimación que vale es la de caer bien o caer mal. En este sentido, muchas personas en albergues denunciaron condiciones precarias, incluyendo que se les negara conocer su propio estado de salud (aquello que daría sentido al aislamiento prolongado). Las reacciones de no pocos compatriotas a estas denuncias muestran que como país hemos sido leales a la mediocridad, la cual nos hace interpretar el trato digno como un lujo que no merecemos.
La discriminación hacia quienes tienen el virus o podrían tenerlo empieza por enmarcar el contagio y la posibilidad de contagiar como un fallo moral. Tener instituciones de control social y no las de Salud y Protección Civil manejando una pandemia transmite que la sospecha de enfermedad es secundaria ante la sospecha de que estamos cometiendo un acto criminal. Hay, además, una palpable criminalización de la pobreza. Están quienes no necesitan salir y están quienes no tienen ingreso estable y ni ganan lo suficiente como para mantener abastecido su hogar por varios días, no se diga semanas. De por sí una enfermedad contagiosa como el coronavirus conlleva un alto grado de estigmatización y búsqueda de chivos expiatorios, y no hay que olvidar que este manejo siempre es político (véase el virus de inmunodeficiencia humana, que se abordó con una perversa negligencia que costó la vida a una generación entera). A mucha gente, desde psiquiatras salvadoreños hasta el primer ministro británico (quien por cierto anunció hoy, viernes 27 de marzo, que había dado positivo a la prueba de coronavirus), les da por decir que este virus es mera selección natural, como si ese concepto fuera no una descripción científica sino un manual de intervención.
En este clima social, muchas de las medidas anunciadas por el gobierno salvadoreño desde que comenzó la crisis se basan en el ejercicio de control social y no en la gestión de la salud pública. Las cifras oficiales dan cuenta de pocos contagios a comparación de otras regiones, pero la comunicación es confusa en cuanto a la gestión de estadísticas y recursos y al grado de competencia y coordinación entre diversas instituciones. Que los aplausos ante medidas necesarias no nos eviten escuchar la lectura de la letra chica. Esta pandemia no deja de ser oportunidad para hacer una apología de la militarización de la vida civil. Promover el distanciamiento social e informar sobre posibles escenarios catastróficos serán acciones necesarias, pero no son sustitutos de directrices que protejan la salud de la población. Nos hace más falta un servicio estable de agua potable que tanquetas. Cierto, el problema del agua es herencia de gobiernos anteriores, pero el de las tanquetas también.
La pandemia nos ha vuelto más vulnerables a problemas que siempre han estado aquí. La sobreexigencia del personal de salud y de profesores. El clasismo y ciertos privilegios de quienes tienen más en detrimento de quienes tienen menos. Las personas que viven con sus agresores, las personas sin hogar. La necesidad de atención a personas con discapacidad y la tercera edad condenada al aislamiento. El hacinamiento en prisiones y comunidades. La precariedad laboral. La aversión a “la queja” como si ella no fuera indicación tácita de cómo hacer las cosas de modo diferente.
Encomendar la salud a sacrificios económicos y criterios policiales es un préstamo insostenible. ¿Qué pasará cuando la gente salga de cuarentena? ¿Qué pasará cuando volvamos a vernos, cuando tratemos de volver a la normalidad, cuando hagamos el recuento de los daños? En una crisis como la actual, la prioridad es la supervivencia inmediata, pero la pérdida de control sobre nuestro entorno, nuestra autonomía, así como el estrés y el aislamiento prolongados, pueden generar secuelas serias que no deben perderse de vista desde ya. Tal vez la gente considerará la pandemia y su cuarentena superadas con solo poder sentarse tranquilamente en su pupusería de confianza; ojalá todos corran esa suerte. Mientras tanto, atienda sus emociones, sus pensamientos, sus necesidades básicas y en la medida de lo posible, la de quienes le rodean. Ante el miedo, la incertidumbre y la ambigüedad, lo que nos queda es mantener los ojos abiertos y cuidarnos unos a otros.