Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 16 de febrero de 2017.
Una mañana, mi papá salió de la claustrofóbica pieza que compartía con toda su familia en el exilio, y bajó a la calle. En el stand de periódicos y revistas, a la salida del edificio, las portadas reportaban la desoladora noticia de que John Lennon había sido asesinado. Puedo ver esa escena vívidamente como si yo también hubiera bajado a la calle, de la mano de mi papá. En realidad, faltaban algunos años para que yo naciera, en medio de una guerra civil que apenas registré conscientemente pero que, como a mis coetáneos, se les metió bajo la piel.
Ahora, una fría noche de enero de 2017, estaba en una protesta contra Donald Trump y la complicidad del Reino Unido, representado por Theresa May, con sus políticas. La protesta se había organizado esa mañana, y era reconfortante encontrarse con solidaridad hacia inmigrantes y refugiados. Recordé que la población británica tampoco era ajena a las luchas sociopolíticas, como yo bien había aprendido mucho antes de venir a este país gracias a Billy Elliot. Aun así, la experiencia que yo recordaba de estar en una protesta no era la misma de esa noche de enero. Esta no era una queja ni era algo incomprensible: yo estaba en otro tiempo y en otro mundo, y además era otra persona. The people united will never be defeated, para mí, no podía significar lo mismo que el pueblo unido jamás será vencido.
Esa consigna está profundamente enraizada en mi mente, aunque solo asistí a dos o tres marchas cuando vivía en mi país. Mi currículum de desobediente civil es vergonzoso pero agradezco a quienes lucharon por que fuera así. Las protestas del tiempo de mis padres terminaban con francotiradores disparando a las masas; pero igual no había que quedarse en casa. Las mías fueron marchas pacíficas, blanca y roja. La blanca, en solidaridad con los médicos del Seguro Social en huelga (entre ellos, uno de mis hermanos) por el insalubre sistema de salud nacional. La roja, cuando ganó la izquierda en mi país por primera vez en su historia y creímos que eso sería algo bueno. En retrospectiva, una de las cosas más valiosas de esa victoria es la foto de mi primo levantando su puño a un lado de la calle, vistiendo su camiseta del Chapulín Colorado, que era la última camiseta roja que nos quedaba.
La protesta de enero del 2017 me revolvió esos recuerdos, los propios y los vicarios. Me sentí muy lejos de ellos, con una mezcla de alivio y culpa de sobreviviente. Por años desestimé mi apropiación de los recuerdos de mis padres y mis hermanos, eventos que no viví, como un espejismo o un delirio. Hasta que di con un estudio en ratones (hay mucho que decir sobre la experimentación en animales pero hagamos de cuenta que no hay nada que decir). En este estudio, publicado en la revista Nature Neuroscience en el 2014, se reportó que los ratones fueron condicionados para que temieran un olor específico. Más adelante, las crías de estos ratones experimentaban el mismo temor a ese olor, aunque nunca antes habían estado expuestas a él como para asociarlo a algo negativo.
Muy bonita la epigenética en roedores, dirá usted, pero qué tiene que ver eso con las personas. Tiene algo que ver, en términos de lo que se pasa de una generación a otra. Mucha gente está más o menos familiarizada con el trastorno de estrés postraumático. Un grupo más reducido sabe que, en Latinoamérica, ese término se quedaba corto para hablar de los que les pasó a las generaciones de nuestros padres y abuelos, generaciones que chocaron de frente con dictaduras, guerras civiles, represión, tortura, desaparición y desplazamiento forzados, el terror y la desconfianza hacia el prójimo. El psicólogo Ignacio Martín-Baró, en la ebullición del conflicto armado salvadoreño, lo llamó trauma psicosocial. Este trauma no es una aflicción individual, ni en su causa ni en sus consecuencias; no es solo una serie de síntomas psiquiátricos en quien vivió el trauma. El tejido social está roto. No es difícil, al menos en mi país, ver que mi generación y las subsiguientes se sigan enredando entre las hilachas de ese tejido.
En un estudio en Chile, publicado en el 2013 (Faúndez, Brackelaire y Cornejo, por si le aporta), se entrevistó a nietos de víctimas de tortura durante la dictadura de Augusto Pinochet, entre 1973 y 1990. Los resultados de este estudio sugieren el enlace entre los ratones temerosos y mis recuerdos vicarios: la transmisión intergeneracional de las vivencias, incluidas las traumáticas. No es que los contenidos mentales se transfieran de una forma material, sino que la vida psíquica de los recién llegados a este mundo está interrelacionada con la de quienes les preceden. El estudio en Chile reafirmaba que el trauma psicosocial no solo afecta a la generación que lo vive, sino que puede manifestarse por varias generaciones, especialmente cuando las sociedades no han sido capaces de reconocer el terror vivido ni de garantizar justicia.
Yo estaba feliz de participar en la protesta. Bueno, no feliz, porque lo ideal sería que el racismo, el sexismo, la xenofobia, y otros modos de discriminación sistemática desaparecieran y así no hubiera que levantar la voz contra ellos, pero ya ve. Mejor dicho, entonces, yo estaba conforme con mi apersonamiento a la protesta. “Pero no creás por un momento que con esto tu trabajo está hecho”, me dijo una de las festivas pero cautelosas voces en mi cabeza. Si uno va a protestar, que no sea solo por aportar al conteo de cabezas, sino también para cuestionarse seriamente su posición en el mundo, y cómo con esa posición pudo haber contribuido a aquello contra lo que protesta. Esa fue una crítica a la impresionante, esperanzadora y problemática Women’s March que había ocurrido una semana antes en diversas partes del mundo (las fotos del evento “por todo el mundo” generalmente se limitaban a listar ciudades estadounidenses, países de Europa y con suerte alguno de América Latina; también la hubo en lugares tan psicológicamente remotos para nosotros como Tanzania).
La inclusión no se nos da tan fácil. Apenas extendemos nuestro círculo de compasión a un grupo históricamente excluido y aparece otro. En la protesta se abordó, por supuesto, la islamofobia y el racismo. Aprecié el No Ban y el No Wall en solidaridad con los pueblos musulmanes y los mexicanos, respectivamente, pero eché en falta mi propio cartel que dijera “entiendo que no toda la gente lo sepa, especialmente estando al otro lado del océano, pero El Muro del que habla Trump no es contra México sino contra América Central”. Contra los refugiados centroamericanos, muchos de ellos niños, que huyen para no ser tragados por la violencia. Es una violencia distinta a la experimentada por las generaciones anteriores, en forma y fondo, pero a todas luces una extensión de ella.
En un texto sobre resistencia intergeneracional, Soraya Membreño, hija de inmigrantes nicaragüenses, escribía sobre un intercambio que tuvo con su abuela septuagenaria. Ellas conversaban sobre la participación de la autora en las protestas recientes en Estados Unidos. Su abuela, que protestó contra el régimen de Somoza, no estaba impresionada: ” No es que esto sea peor, es que ahora es tu turno”.