Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 9 de noviembre de 2017.
La ciudad en la que vivo, me enteré hace poco, se considera una “sticky city”: un lugar al que uno llega y del que ya no se va. Me enteré del término por el profesor de un curso que yo llevaba en la universidad. Es difícil despegarse de esta ciudad, es lo que él quiso decir, y contaba que él era un ejemplo de esa tendencia. Pude haberme levantado para darle un abrazo frente al resto de la clase cuando escuché su comentario, porque supo articular y validar una bonita sensación que me corroe por dentro. Con frecuencia expreso, apuntando al cielo, que me gustaría quedarme a vivir en esta ciudad. Estoy consciente de que, si hay alguien en el cielo, este ser tiene prioridades aparte de mis preocupaciones migratorias. Estoy consciente de que la vida que llevo actualmente tiene fecha de expiración.
Unas semanas atrás, tuve una velada que fue la encarnación del espíritu de esta ciudad. La velada comenzó cuando el sol todavía brillaba, en un festival de cerveza y sidra para celebrar el cumpleaños de un amigo. El festival era en una antigua zona industrial de la ciudad, una especie de isla artificial construida para que el río local mantuviera andando los talleres. Como es mi estilo, me emborraché con half a pint de sidra. Después caminé hasta la estación del tram bajo la lluvia para ir a ver jugar a los Steelers, el equipo de hockey sobre hielo de la ciudad, con amigos del doctorado (a estas alturas de la vida, esto de “dedicar mi vida al estudio” me parece una excusa, elaborada a espaldas de mi conciencia por la faceta más escurridiza de mi yo, para hacer otras cosas).
Mi entusiasmo por ver este partido era inaudito. Los deportes no podrían importarme menos. A veces pienso que pude haber llegado lejos si me hubiera tomado en serio mis entrenos de natación. Fuera de eso, me uní a un equipo femenino de basquetbol en mi segundo año de bachillerato (el último año de colegio en mi país), y lo que me emocionaba de eso era que mi camisa tenía el número 00, y que el equipo masculino, el de mis compañeros de curso, se llamaba Los rollos de papel higiénico. Con el tiempo reconocí que lo único que me atrae de los deportes es observar los comportamientos de los grupos en contienda y, más que los competidores y sus equipos, sus seguidores.
Era extraño encontrarme anticipando un partido, pero heme ahí, esa noche, con boleto en mano. Una compañera del doctorado logró emocionarnos, el hockey en hielo sonaba divertido. Lo primero que se me venía a la mente al pensar en hockey era la esperanza de ver peleas entre los jugadores, que también sonaba atractivo. Pensé en tomar notas durante el partido, para esta columna y para un segundo doctorado que siga retrasando mi inserción en la sociedad, pero sucumbí a la conformidad social. Imposible no hacerlo, soy mi propio objeto de estudio. Los jugadores, aparte de ser very easy on the eyes, se deslizaban por el hielo como criaturas celestiales. Los cánticos de los aficionados eran contagiosos. Los goles ocurrían demasiado rápido. En la kiss cam, una abuelita besó a un abuelito, y después a otra abuelita (you go, girl!). La mascota del equipo local era un hombre bigotón, del que no pude averiguar si era un trabajador del acero o un minero, aunque me inclinaba a que era lo primero. Hubo una rifa de más de mil libras y un concurso de no sé qué. Nadie se agarró a golpes con nadie, pero quizás eso es lo mejor. Los Steelers ganaron. Casi podría decir “ganamos”.
Párrafo parentético: me parece hermoso cómo los jugadores se deslizan sobre el hielo. Excluyendo las tensiones propias del partido, verlos patinando me resultaba divinamente plácido, tan plácido que me llevó casi media hora recordar que yo también una vez patiné sobre hielo. Duré diez minutos en la pista hasta que me resbalé y me quebré el coxis, lo cual desestabilizó mi calidad de vida y mi suelo pélvico para siempre. Fin del paréntesis.
Después del partido, mis amiguitos y yo rompimos la racha británica y nos fuimos a comer a una cadena gringa de comida rápida. Después, tomamos el tram de regreso al centro de la ciudad, bien entrada la noche. En las noches de fin de semana, el centro de la ciudad es un gigantesco antro al aire libre, plagado de jaurías humanas que despliegan distintos grados de prosperidad etílica. No es agradable estar a las diez de la noche en medio de un ambiente así, esperando el bus que pasará en veinticinco minutos más, pero viniendo del país que vengo, hasta esa parada de buses solitaria y oscura frente a la catedral resulta reconfortante.
Pienso mucho en esa sensación de seguridad que siento viviendo aquí. Puede que sea una ilusión. Digo, lo es, lo sé. Apenas comencé a seguir los periódicos locales, conocí el lado de la ciudad que queda fuera de mi burbuja. Esto no quiere decir que idealizaba la ciudad (bueno, un poquito), o que no estuviera consciente de que puedo ser víctima de un crimen en algún momento; pero uno no puede evitar convertir la moneda extranjera a la propia, no puedo evitar comparar. Las noches en las que me encuentro fuera de casa, tengo en mente lo más reciente que leí sobre delitos cometidos y quizás apresure el paso. Aun así, siempre cargo ese dejo de felicidad al recorrer diariamente las calles que conozco, y al explorar nuevas ocasionalmente.
No son solo los espacios públicos los que me alegran, también está mi vida social. Me llevó mucho tiempo aprender a socializar en este país, y esta frase todavía es bastante optimista; mi personalidad hiper-autocrítica no me deja desenvolverme fácilmente en las interacciones más mundanas, ni en inglés ni en español. En todo caso, he hecho avances, y mi memoria se va llenando de rostros conocidos y de rutinas de terceros que se traslapan con la mía. Está la ancianita en la parada de buses por mi casa que espera el bus de las 9:30 am, o los estudiantes que se bajan en paradas que quedan en mi camino a la universidad. Están las personas de los cafés cerca de la oficina, los vendedores de la Big Issue North, y la gente que pasa sus días en la calle. Además, voy a ciertos eventos y reconozco caras de eventos anteriores. Camino por la oficina y saludo gente y gente me saluda.
Nada de lo que menciono se refiere a eventos fuera de lo común, toda la gente se encuentra con gente todos los días. Pero para mí significa mucho. Diariamente, apenas abro la boca, recuerdo mi condición de outsider, pero este lugar se caracteriza por recibir a outsiders con los brazos abiertos (más o menos; a veces), y eso, por ende, me hace sentir que pertenezco aquí. Siento la stickiness de la ciudad, el magnetismo, la sonrisa que deslumbra a pesar de sus dientes torcidos. Vivo con la tentación de llamar a esta ciudad mi ciudad, quiero hacerlo, pero temo el desconsuelo cuando llegue la hora de despegarme.