Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 22 de febrero de 2018.
Tenía año y medio de no poner pie en mi país, El Salvador. Los días previos al viaje los pasé marinando en ansiedad: faltaban cinco días para mi vuelo y la maleta ya estaba lista, o me despertaba a media noche y no podía volver a dormir. La ansiedad no era impaciencia ni alegría por ir, pero tampoco era que no quería ir. Sentía ambivalencia. Fuera de reencontrarme con gente que quiero y poder comer mango verde, no me habría importado quedarme en mi foster home que es Inglaterra. Me esperaba un viaje largo hacia un lugar que se reportó en el top 10 de los países más felices del mundo según una encuesta Gallup del 2015, a la vez que ocupa una posición similar en los rankings de los países más violentos. Eso explica mi ambivalencia.
Vivir fuera de mi país, en el Reino Unido, me malacostumbró a sentirme segura. Qué sensación más extraña la de no tener paranoia, la de no sentir profunda desconfianza por el prójimo, la de saber que no me van a arrebatar la cartera en la calle o que un desconocido me gritará un “piropo” que nadie le pidió, seguido de un contundente insulto cuando yo no le agradezca ese piropo. No digo que estas cosas no pasen fuera de mi país; como dice mi hermano, la gente es gente en todos lados. Pero hay niveles, pues. Años de estar fuera de El Salvador y ver que las cosas podían ser distintas me volvieron menos tolerante y menos capaz de navegar un entorno tan hostil, y eso que yo ya era intolerante y torpe cuando vivía en él.
Con todo esto en mente, aterricé en mi país, después de un vuelo en el que la señora en el asiento a la par me contó su ruta de viaje y la vida de su hijo que estudiaba en Canadá. ¿Es malinchismo querer que una persona desconocida no te cuente su vida cuando uno lleva 22 horas viajando? Que alguien haga eso en el avión es señal de que uno se acerca a Centro América y ni los libros, los audífonos, ni estar honestamente durmiendo parece ser razón suficiente para que te dejen en paz. Pero decía, aterricé. También ya me había malacostumbrado a que no hubiese nadie que me fuera a dejar o a traer a aeropuertos. Agradecí el gesto de que hubiera un grupito esperándome, pero a esas alturas del viaje yo ya no era persona y me urgía el aislamiento.
Se supone que el propósito de volver al país de origen es ver a “mi gente”. Pero no es cierto que cuando estoy en mi país estoy de vacaciones, porque no es descanso tratar de quedar bien con todo el mundo. No se me malentienda, tengo una larga lista de personas con las que querría ir a tomar un café y saber cómo están, pero el tiempo es limitado y la familia es prioridad. Mi familia por sí sola, además, es un país pequeño. Termino disculpándome con amistades porque no me dio el tiempo para verles, o porque ni siquiera le avisé que estaba en el país (cognitivamente, sé que no le debo explicaciones a nadie, pero mi Súper Yo es imponente y el afecto a veces conlleva cierto sentido del deber). O termino haciendo el esfuerzo emocional de conversar con quien se tomó la molestia de ir por mí e invitarme a comer, cuando yo preferiría sentarme al fondo del frondoso jardín de mi casa, donde está enterrada la Rana, mi socia canina de mi adolescencia, y ser una planta más. No es queja, es bonito que te quieran tanto, es solo que mi tiempo y mi energía social son muy limitados.
En cualquier caso, mi meta en este viaje era pasar tiempo con mi familia, y logré mucho más que eso. Algo que me gusta de Inglaterra es que mantienen presentes sus historias de diversas maneras, eso es algo que yo veía con cierta envidia. Esto, y que el color de mi piel fuera motivo de elogio(!) cuando vivía en mi país, me hizo preguntarme, en buen salvadoreño, qué ondas aquí. Resultó que un tío llevaba décadas trabajando en el árbol genealógico de la familia, y de eso y otras fuentes, descubrí que desciendo, por un lado, de un cura español(!) e hijos ilegítimos que tomaron el apellido materno y, por otro, terratenientes que perdieron un significativo trozo de la superficie nacional por andar de picarones. Estos descubrimientos trajeron indescriptible gozo a mi alma.
Llegué a un país distinto del que veo a la distancia en las noticias, el de los 15 asesinatos diarios. El Salvador no es un país pobre, pasa que sufre una horrenda desigualdad social. Me sentí parte de la upper class, no porque mi familia sea una de grandes recursos, sino porque los espacios públicos están construidos para reforzar la impresión de que son exclusivos; son excluyentes, en realidad, pero se presentan como exclusivos. No toda la gente puede acceder a esos espacios. Quienes podemos, vemos una cara más “próspera” del país, con opulentos centros comerciales y edificios de apartamentos donde antes había ecosistemas protegidos porque qué estorbo son para la vida los árboles y la fauna que los habita.
Lejos de esa cara opulenta, o más bien como parte de ella, la realidad del país exige portones cerrados y muros con alambres razor, guardias con fusiles en cada esquina, y estar a la expectativa de que el motociclista que se ve por el retrovisor del carro puede ser un asaltante (asumiendo que uno tiene un espejo retrovisor, y por ende un carro, y hay que tenerlo porque andar en bus y a pie también es peligroso). Un amigo confrontó mi paranoia, cuando se acercaba mi viaje, diciéndome que lo peor de la violencia ocurría en los sectores socioeconómicos más bajos. Eso me ayudó. Las pandillas ya aparecieron en mi muy clasemediero vecindario pero en este país, como consuelo y perspectiva, siempre hay alguien mucho más jodido que uno y hay que saber reconocer los privilegios propios.
La paranoia con la que llegué a mi país no pasó a más (la paranoia no es por gusto en El Salvador; como diría un célebre psicólogo social, es una respuesta normal a la situación anormal que se vive cotidianamente). Hizo viento del bueno y sentí un poquito de cariño al recorrer de nuevo lugares que alguna vez fueron parte de mi día a día, a pesar del deterioro físico, el bestial tráfico, lo pasivo-agresivo o meramente-agresivo de las interacciones sociales. Lamento no poder hablar de mi país como lo pintan las campañas internas sobre paisajes y valores, pero es que no es un sitio agradable para vivir, aun cuando uno puede encontrarse lugares bonitos y gente amable. Desearía que fuera un país vivible, pero sus problemas específicos, como los de cualquier otro país, son complejísimos y resolverlos requiere tiempo, voluntad, recursos, conocimientos, cosas en las que nadie parece estar dispuesto a invertir. Este país es mi casa, no dejo de sentirlo como tal, pero también es como un pariente bien intencionado pero irreflexivo a quien es mejor hacerle una visita breve.