Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 8 de marzo de 2018.
Un visitante y yo estamos en la parada de autobús, esperando el autobús solo porque está lloviendo. De no ser por la lluvia, caminaríamos. El trayecto hasta el centro de la ciudad es colina abajo y, aunque haga frío del que duele, uno termina sudando generosamente bajo las numerosas capas de ropa. Llamo visitante al personaje que está al lado mío en la parada, meciéndose de un lado a otro para fingir que genera algo de calor, pero en realidad es una persona que vive conmigo; solo lo llamo así para señalar que no es de este mundo.
“¿Qué pensabas que serías cuando fueras grande?”, me pregunta el visitante (como si él no lo supiera, pero de algo teníamos que conversar que no fuera el clima). Tengo esa misma duda sobre mis congéneres. A veces me da por observar a alguna persona en mi círculo social y preguntarme si la vida que lleva cumple con sus expectativas, o si la vida que lleva es como es porque así la imaginó y porque luchó tenazmente por construirla a su medida. Al final es una pregunta que no le hago a nadie porque es un tema íntimo y hay que estar in the mood para hablar de esas cosas. “No pensaba en lo que sería cuando fuera grande -respondo- porque no quería crecer”.
Yo no quería ser nada en particular, y en buena medida esa falta de aspiración se materializó. Heme ahí en la parada, siendo nada en particular, junto con un acompañante que se entretiene lanzando su aliento al aire gélido bajo una lluvia torrencial; el autobús no pasaba. “Para saber qué querías ser cuando fueras grande -me dice-, hacé una retrospectiva de todo lo que no querías cuando eras una niña”. No quería no tener mascotas. No quería vivir en un lugar donde no se pudiera caminar en paz por la calle. No quería sentirme atrapada. Jamás se me pasó por la cabeza “cuando sea grande quiero ser inmigrante”, pero parece que muchos de mis deseos vitales se resolvieron al lograr esa agridulce condición. No es que me resolviera la vida, sigo sin tener dónde caerme muerta, pero eso de emigrar me trajo muchas cosas que yo no me atrevía a desear porque creía que era pedir demasiado. Cosas triviales pero bonitas, como andar en tren, encandilarse abiertamente con chicos y chicas y non-binaries, o vivir en una casa estrecha como la de la película 101 Dálmatas.
Puede que sea hora de asumir que ya estoy grande, o al menos que estoy creciendo. Es algo que hacer mientras se espera el autobús. Más gente comienza a apiñarse en la parada, incluso algunas se quedan fuera de ella, pero al menos ya no llueve torrencialmente. El visitante y yo estamos de acuerdo, con un dejo de orgullo, que no soy solo yo quien está creciendo. Le cuento que hace poco alguien me preguntó qué pensaba yo de que “ahora la gente se ofende fácilmente por todo”. Mi respuesta fue que qué bien por la gente que ahora reconoce sus límites personales y los deja bien claros. Eso, creo yo, es crecer, y hay grupos sociales (algunos a los cuales yo pertenezco) que lo están haciendo. Muchas reacciones parecerán “ofenderse por nada”, pero esa es una apreciación fácil de hacer si uno ha andado por la vida diciendo sandez y media sin consecuencias y les frenan el carro por primera vez. Aun con ejemplos de gente ofendiéndose por algo absurdo, esos ejemplos no invalidan lo saludable que es saber lo que se quiere y lo que no se quiere, y establecer hasta dónde se le permite llegar al otro.
El visitante me pregunta si no deberíamos hablar en inglés estando en la parada. Somos los únicos hablando, de hecho, entre el grupúsculo de gente que revisa nerviosamente su teléfono y suspira con impaciencia. Sé que él solo quiere hablar inglés porque cree que estamos diciendo cosas interesantes y asume que la gente se beneficiaría de escucharnos. Yo, honestamente, creo lo mismo, pero ya aprendí que no tengo un público nicho y todo lo que diga se lo llevará el viento, como se pasó llevando la bandera de Gran Bretaña que ondeaba en el pub frente a la parada de autobús. En la asta ya solo quedan jirones.
Comienza a volver a mí un vago recuerdo de querer ser grande. Quería todos los beneficios de la adultez sin sus responsabilidades. Hasta en eso crecí. Ahora soy una buena ciudadana, una ciudadana cuya presencia bendeciría a cualquier país, y resulta que disfruto ejercer tanto mis derechos como cumplir con mis deberes (mi visitante tiene a bien señalar que yo siempre fui bien nerd, a teacher’s pet. Cito a una amiga: soy lo que soy). Justamente, es en las responsabilidades cotidianas en las que me siento genuinamente grande, cuando hay que sacar el reciclaje, preparar el almuerzo balanceado para el día siguiente, limpiar los juguetes sexuales, pagar las cuentas a tiempo. Sin embargo, en el gran esquema del universo, me falta algo.
Ya no llueve. El visitante y yo salimos de la parada de autobús y comenzamos a caminar colina abajo hacia el centro de la ciudad. A nuestras espaldas, escuchamos el autobús que por fin llegó, recogiendo a toda la gente que dejamos atrás. Necesito que el visitante me pregunte qué es lo que quiero ser cuando sea grande. Necesito confesar que cuando sea grande quiero hacer algo importante, algo útil mejor dicho, porque hasta el momento nada de lo que hago parece cumplir una función por el bien de mi especie; o si la cumple, es imperceptible. Si juntara todas las pequeñas fantasías que tenía de niña sobre la vida que imaginaba para mí, el resultado sería muy parecido a la vida que llevo ahora y que voy a extrañar horriblemente cuando expire mi visa. Estoy bien, pero que yo esté bien no es suficiente. Siento que tengo una deuda, pero no sé a quién debo pagársela ni cómo.
Este visitante es uno de los contados seres de los que no he tenido que separarme a causa de crecer; por el contrario, el lazo se ha vuelto más fuerte, como debe ser. Caminamos en silencio con el rostro enfurruñado en las bufandas y las manos enterradas en los bolsillos. Es un día de invierno y mi visitante y yo podemos decir que en nuestra juventud solo conocíamos el verano. En ese entonces yo no quería crecer, pero ese es un proceso que no termina y creo que todavía estoy a tiempo de imaginar lo que quiero ser cuando sea grande. Cuando sea más grande de lo que ya soy, digo, porque no voy a quitarme méritos por el camino recorrido. Se aprende a afrontar, a escribir bonito (ojalá), a decir que no y a decir que sí. Se engrosa la lista de gente a la cual querer, y la lista de actos de despedida, y a veces esas listas se traslapan. Uno aprende a cambiar de rumbo, a soltar, a irse. Algunas despedidas duran más de lo que deberían, otras son adioses rápidos que abren posibilidades y cierran puertas. Adiós.