Circulaba la hipótesis de que alguien, finalmente, le había roto el corazón a Cupido y el querubín andaba desquitándose con quien se le pusiera enfrente. Sólidas relaciones de años terminaban de las formas más crueles, y prometedores intercambios de regalos y saliva consumían su existencia de la noche a la mañana. Los resultados eran devastadores y eran visibles en el aspecto personal, en el desempeño académico y laboral y, más dramáticamente, en las salas de emergencia de los hospitales. Expertos en el tema alertaban sobre la pobre capacidad de afrontamiento y la baja tolerancia al dolor que parecía tener Cupido; en lugar de luchar con sus propios demonios del desamor, los había dejado sueltos para que el mundo sufriera con él y como él.
Un par de horas después de que Esteban viera a los expertos debatir este análisis por televisión, se encontró con el penoso placer de acompañar a una nueva víctima de esta crisis dentro de una ambulancia. Su ambulancia. Esteban era un joven paramédico con pocos meses de experiencia. A él le hubiera gustado tomar de la mano a la muchacha que venía sentada frente a él, y decirle que todo estaría bien, aunque no fuera cierto. Y no solo era el horror de lo que le había ocurrido a ella, sino el pavor de que cualquier persona podía ser la próxima.
Lisa tenía dificultades para respirar, estaba en shock y lo único que se movía en ella eran lágrimas que huían de su cuerpo paralizado. Esteban recibió un garrotazo cuando la vio a los ojos. No era simple agrado o simpatía; tampoco era un instinto necrofílico. Muy a pesar de la palidez y la gélida expresión traumatizada de Lisa, y del hecho de habérsele declarado moribunda empedernida e irremediable, Esteban se sintió resuelto a salvarla para construir algo grande con ella; quería saber de ella aunque creía conocerla de toda la vida. Estaba enamorado. Plena y ridículamente enamorado.
Pero la vara de hierro atravesaba el pecho de Lisa y se calculaba que se encontraba pocos centímetros por encima de su músculo cardíaco; por su espalda asomaba la punta ensangrentada de la vara. Y es que las rupturas de ex enamorados eran el menor de los males en cuanto a los ataques del enloquecido Cupido. El recibir un flechazo al corazón, algo que mucha gente anhelaba, ya no era una simpática metáfora sino una dantesca realidad; venían de cualquier parte y le pegaban a cualquier persona, aún en su propia casa. Las mariposas en el estómago, que antes generaban risitas nerviosas a quien las portara, eran ahora polillas que se comían las entrañas de los pobres cristianos desde adentro hacia afuera, como un cáncer.
Los doctores harían la extirpación en Lisa, con la certeza de que ella moriría de cualquier manera; pero al menos dirían que hicieron lo que pudieron. Esteban comenzó a desesperarse, el trayecto al hospital le parecía agónico. Tres cuadras antes de llegar, Lisa se desvaneció y cayó hacia adelante, entre los brazos de Esteban que se extendieron rápidamente para detenerla. Había perdido ya sus signos vitales. Finalmente la ambulancia llegó al hospital, donde la esperaban tres médicos. Sacaron el cadáver de Lisa, colocándola de costado sobre una camilla. Luego sacaron el cuerpo de Esteban, de quien inicialmente creyeron que se había desmayado por la crudeza del momento, hasta que notaron el hueco donde solía estar su estómago.
Cuento publicado en Indeleble (2011). El libro puede descargarse aquí.