Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 13 de abril de 2017.
Terminé con un cargo en la sociedad de postgrado de psicología porque me gusta tomar café. Yo no quería, solo fui a la elección del nuevo comité para unirme a las voces que solicitaban el regreso del coffee morning en el departamento. La idea del coffee morning, reunirse con amigos o colegas a tomar café (¡con galletas!) y conversar de cualquier cosa, despierta un aspecto fundamental de mi vida en El Salvador. Mi círculo social era tan entusiasta como yo en el consumo de cafeína.
No es tanto el sabor puro o las propiedades del café las que me atraen a él. Sobre el sabor, no suelo tomarlo solo; tiene que ir con leche y azúcar. Me gustan las preparaciones elegantes y las versiones frías, hereje y sibarita que soy. Mi papá y mi hermana, que no dejan pasar el día sin tomar al menos dos tazas de café negro (de verdad, el tiempo se detiene cuando comienzan a escucharse sus quejas), dicen que el café helado no es café. Sobre las propiedades del café en mi organismo tengo evidencia contradictoria; no lo uso para mantenerme despierta ni me cambia el humor, y en ocasiones no me da reflujo.
Mi inmersión en el consumo de café comenzó en secundaria, cuando en mi colegio me saltaba una clase dos veces a la semana porque ya conocía los contenidos. Tremenda arrogancia, dirá usted, pero yo le diré que era la clase de inglés y tenía permiso de la profesora y del coordinador de mi año. Lo justifiqué con que llevaba años viendo películas de Disney en VHS sin subtítulos, cortesía de mi hermano, el pionero de la migración en mi familia; y con buenas notas, por supuesto. Además, estamos hablando de un colegio de jesuitas, en todo amar y servir, caracterizado por la excelencia académica, el compromiso social y el jolgorio. Entonces, decía, me saltaba una clase y me iba a tomar café a unas mesitas que estaban en la zona de las canchas deportivas. A veces me encontraba al coordinador de mi año en sus rondas y filosofábamos sobre la vida un rato.
Después vinieron los años de universidad. La universidad también era jesuita, gracias a Jesusito el Cristo por eso, pero ello no viene al caso aquí, solo quería darle otro shout-out a la Compañía de Jesús. Lo que importa de esta universidad es que estaba rodeada de cafés y otros puestos de comida amistosos con el presupuesto estudiantil. En esos años forjé amistades que le traían gozo a mi alma diariamente y con quienes, entre clase y clase, nos íbamos a tomar café (notará que aquí no digo que me saltaba las clases porque no lo hacía. Aquí tenía toda la libertad del mundo para saltármelas pero, mire, no conocía los contenidos. Aceptaré la estrellita por mi humildad académica cuando quieran entregármela).
Esos fueron los años en que enganché y dejé de ser bebedora social (tengo una historia similar con el alcohol pero esa será otro día). Compraba café todos los días, primero el capuccino gourmet de La Cantata, a la vuelta de la esquina de la entrada peatonal de la universidad, y después, cuando me volví más responsable con mi presupuesto y La Cantata quebró, el modesto pero reconfortante café con leche de la cafetería. No latte, café con leche. Café con leche en vasito de durapax, o vasito de poliestireno expandido, para que nos entendamos. No necesitaba a mis amigos para tomar café. El café era mi amigo sin que yo fuera de esas personas que se desvelaban.
Al graduarme de la universidad me volqué al subempleo y a, citando a Los Beatles en su primera película, nursing a broken heart. Lo primero, el trabajo, me dio independencia económica para dedicarme a lo segundo, marinar en mi infelicidad. Ello incluía, paradójicamente, pasarla bien, y pasarla bien significaba, para mi alma anciana, salir a comer o ir a tomar café. Llegué a una fase pseudomaníaca que me permitió mantener mis amistades de la universidad, retomar el contacto con gente que no había visto desde el colegio, conocer gente en internet (i.e. reunirme con compatriotas bloggeros, que Blogger en ese tiempo era como una red social), y tener encuentros romanticones pero en última instancia inútiles con personas nuevas. El más célebre de estos últimos fue un tipo al que pude haberle dado una oportunidad, hasta que salí a tomar café con otra persona que resultó que lo conocía, porque mi país mide seis cuadras, lo conocía a él y a sus escapadas con la cocaína. Los procesos sociales en torno al café, queda claro, cumplían una función importante en mi vida.
Cuando me mudé a Chile perdí ese ecosistema y lo eché en falta. El café, el lugar, era más importante que la bebida e igual de importante que la compañía. Me interesaban los cafés locales más que los de marca transnacional, y afortunadamente llegué a una ciudad relativamente pequeña en Chile en la que hallé cafés independientes. No encontré tantas personas con quienes reconstruir momentos como los que añoraba, pero las personas que sí pasaron a formar parte de mi libreta de contactos me ayudaron a sentirme en casa.
Al llegar a Inglaterra descubrí que se alentaba el apoyo a los negocios locales de una manera que yo solo podía envidiar. Suponía que ese apoyo provenía de un sentido de comunidad que en un país como el mío, desgarrado por su propia historia, es casi imposible inculcar. La calle principal del vecindario en el que vivo tiene algunos cafés pequeños, además de un pub que vende coffee + cake por 2.99. Mi espíritu aventurero me ha impulsado a tomar trenes al Peak District y caminar a campo traviesa entre pueblo y pueblo solo para conocer cafés (bueno, en honor a la verdad, no tengo espíritu aventurero. Lo del tren en adelante es cierto).
Mi país ha sido, literalmente, cafetales. Las rutas turísticas entre montañas que esconden fincas de café son preciosas. Pero el mundo del café que yo conozco está muy lejos de su origen. Las condiciones laborales de quienes se dedican a su producción y recolección son problemáticas, y hoy más inciertas de lo usual por el cambio climático. Históricamente, los tiempos del año escolar coinciden con los de las cortas de café, de octubre a diciembre, y la explotación infantil persiste en las zonas rurales. Lo menos que puede hacerse es no olvidar de dónde proviene el café y escoger, en la medida de lo posible, fuentes sostenibles y justas.
Los coffee mornings volvieron al departamento, once in a fortnight. Al principio casi nadie enganchó y llegó poca gente. Como también me encajaron la tarea de preparar el newsletter mensual (me pasa por andar de metiche en elecciones de comités), mencioné en él un estudio publicado en la Social Psychological and Personality Science en 2010, que encontró que interacciones sociales casuales mejoraban funciones cognitivas. Era un buen argumento para tomarse un descanso de las arduas labores intelectuales y aun así la gente no llegó. Por supuesto. Apelamos entonces al argumento de cualquier persona que disfruta tomar café: cambiamos el café instantáneo por café de grano y el evento ha vuelto a ser un éxito.