Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 8 de junio de 2017.
Un momento crucial en mi asentamiento en Inglaterra ocurrió hace poco, cuando llegó a mi sala un televisor. Esto significó reafirmar mi compromiso con la vida doméstica y hasta se sintió como un pequeño triunfo (no sé sobre qué, tal vez sobre otros usuarios que perseguían la misma oferta en ese sitio de ventas y trueques. En ese caso, el triunfo fue de quien se agenció esa oferta y la trajo a la sala que compartimos). Con este aparato, además, llegó la licencia para ver televisión, un permiso que me resulta curioso y desconcertante, aunque comprensible. La sala se volvió el corazón de la casa cuando la pantalla se prendió por primera vez. “¡Poné la BBC!”. “Todos los canales son la BBC”. Bueno, no es para tanto. Solo un poco.
Yo crecí tan pegada al televisor como la gente hoy a su celular, era casi una extensión de mi propio cuerpo y mi propia consciencia. Todos los días pasaba horas y horas de entretenimiento y, sí, educación (shoutout al Canal 10, “Televisión educativa”). ¿Sonaría triste confesar que muchas de mis memorias de mi niñez se remontan a cosas que veía en televisión? Fue maravilloso. Yo no salía mucho, cúlpese en parte a mi entorno social y familiar, pero sobre todo a mi carencia de inclinación por la vida outdoors. Estaba bien en mi casa, en mi propio universo, con una lista breve de objetos relacionados a crear y consumir narraciones, entre ellos la televisión. Ahora que efectivamente salí al mundo, la experiencia de crecer frente a la televisión la evoco como ir viendo por la ventana de un tren que le da la vuelta al mundo (por si no queda claro aun, este no es uno de esos artículos que argumentan que la televisión embrutece. No estoy en posición de negarlo ni de confirmarlo).
Sé que no soy la única que vincula su niñez a la televisión, a juzgar por los giros temáticos que toman algunas conversaciones con mis pares de Latinoamérica. Crecimos viendo prácticamente los mismos programas, las mismas caricaturas, a pesar de nuestras distancias geográficas y culturales. Antes apreciaba más estas conversaciones, hasta que la ubicuidad de YouTube tornó el intercambio de coloridas memorias en una seguidilla de openings que llega a ser cansina. Pero no solo voy a quejarme, ese agujero negro/memoria colectiva que es YouTube me ha ayudado a recordar algunas de las influencias de muchas de mis aspiraciones, preferencias y crushes esenciales. Aunque también, a la luz de mi adultez, hay programas y personajes a los que el tiempo no les ha hecho ningún favor.
Uno de mis sueños de mi infancia era tener televisión por cable; yo no era muy persona muy ambiciosa, está claro. Ocasionalmente podía expandir mis horizontes rentando películas pero no en Blockbuster porque eso era para las clases pudientes. Había otro servicio de películas, que conocí cuando fui a visitar a uno de mis hermanos en Estados Unidos, que se llamaba Netflix, que era como Blockbuster solo que las películas se enviaban a la casa en un sobre y se devolvían de la misma manera. Después vino internet, con torrents y sitios web que me resultaron útiles cuando me fui de mi casa a estudiar a Chile, con la pantalla de mi computadora a mis espaldas como el caparazón de un caracol.
La primera vez que encendí una televisión en Chile, cuando llevaba unas horas ahí y estaba confundida porque había sol a las ocho de la noche, estaban dando Los Simpsons. Pronto aprendería que en Chile siempre están dando Los Simpsons. Exagero, sí, pero es que cada vez que yo me encontraba con una televisión encendida, ahí estaban; excepto si era en las mañanas, ahí eran los matinales. Mi círculo de amistades chilensis citaba frases de Los Simpsons y conocía qué tramas en qué temporada. A todo esto, en mi vida he visto un capítulo completo de Los Simpsons, a lo mejor por mera reactancia (aquí imaginemos que esa palabra tiene un hipervínculo a Wikipedia).
En Chile, eventualmente, conseguí un televisor. Lo encendía por las mañanas para despertarme con el barullo de los matinales, tanto haciendo deconstrucción sociológica crítica de sus contenidos como contagiándome de su buena ondita, y para ver Seinfeld cuando podía. Pero no volvería a tener una relación tan cercana con la televisión como cuando era niña y veía caricaturas y noticieros (en mi familia apreciamos estar informados). Cuando me convertí en adulta emergente, mientras más opciones surgían con el auge de internet y la tecnología más accesible, menos televisión veía.
Al llegar a Inglaterra, no proyecté comprar un televisor. Uno, no quería pagar licencia. Dos, tenía computadora e internet. Tres, vivía con la sensación constante de que yo misma estaba dentro de un programa de televisión (todavía, siempre). Esto último es maravilloso. Los acentos que escucho, las apariencias que veo, los edificios en los que entro, nada de eso me parece que pertenece a mi vida real. Es una realidad a la que no pertenezco pero en la que me siento a gusto. Hace unas semanas entré al Eagle and Child fingiendo actitud casual y me senté a la par de dos caballeros que eran como los presentadores de Top Gear (voy a eso más abajo). Diría que conversaban pero más bien uno de ellos desarrollaba un monólogo sobre la carísima boda de su hija y el dramón que se había armado a raíz de eso. Él, divorciado de la madre de su hija, no daría un speech sino un toast, y lamentaba que su interlocutor no hubiera sido invitado a la boda, algo que noté era causa de resentimiento para el caballero. Mi memoria guardará este ameno momento como un episodio de un programa X visto en algún canal de la BBC.
Ahora he vuelto a mis raíces. Ahora, como en mis tiempos y como mis ancestros, veo televisión, proper telly, señal y aparato. Me gusta encender la tele y encontrarme programas sobre lugares de Inglaterra porque no digo “quisiera conocer ahí” sino “¡yo estoy aquí!”. Pero la cantidad de opciones de contenido y el control que uno tiene sobre ellas, con tantos aparatos complementarios y servicios de streaming encima del televisor, es apabullante. Finalmente el único programa que veo es Top Gear, el de Clarkson, May y Hammond, que pasan constantemente en dos versiones de un mismo canal.
El televisor es una gran adquisición: veo películas, series, documentales y juego Mario Kart, sería imperdonable no hacerlo. Probablemente le saque el mayor provecho a la licencia una vez al año, cuando se conmemore el nacimiento y ascensión de Nuestro Señor David Bowie. Fuera de eso, hay demasiadas series que seguir, y demasiada presión social por seguir demasiadas series. I can’t bother. Puede que haya alcanzado la etapa vital Old man yells at cloud (resulta que yo también hago referencias a Los Simpsons) o que tengo otras cosas que hacer. Pero, aunque no me enganche con ella como antes, tener televisión todavía me hace sentir en casa.
[Sirva esta nota para dar crédito por el título de la columna a una de las cosas que traen inconmensurable gozo a mi alma: la obra “La tanda”, del grupo de comediantes argentinos Les Luthiers. Televicio. La mejor programácio.]