Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 22 de junio de 2017.
En el evento de un apocalipsis zombie o cualquier calamidad natural que venga en dirección a nosotros, la gente que me rodea ha recibido la instrucción de dejarme morir. No tiene caso sentir compasión por mí, corro muy lento. Las clases de educación física en el colegio, con las evaluaciones que requerían darle vuelta a una cancha, o más bien tres canchas en una, me enseñaron desde temprano cuál es mi lugar en la cadena alimenticia.
No he sido una persona con inclinación a la actividad física y la vida outdoors. Uno de mis hermanos accedía a ocuparse de mí por temporadas porque, decía él, yo era una maceta que requería regarse una vez al día y estar a la sombra todo el tiempo. A media cuadra de mi casa, en El Salvador, había un parque al que casi nunca me llevaban -quien sea que estuviera a mi cargo en ese tiempo-, en mis primeros años porque estábamos en guerra y más adelante porque estábamos en post-guerra. Por esta última razón, además, era raro que yo caminara a lugares fuera de mi vecindario. Siempre me llevaron en carro, hasta que llegué a la edad en que yo podía llevarme a mí misma en carro. Esto me hace sonar como que provengo de la clase burguesa pero no, de verdad. Aunque sí fue un privilegio el mío, eso de poder prescindir de viajar en transporte colectivo en un país donde el ídem es un servicio paupérrimo y riesgoso.
Fast forward a unos años más adelante, al presente en tierras inglesas. Corro a la velocidad de un maratonista y domino el arte de voltear a la cámara y soltar una sonrisa como Usain Bolt (puede ir a googlear smiling Usain Bolt, espero). No ha sido hasta mi adultez ya no tan temprana, justo cuando mi estado físico comienza su natural proceso de deterioro, que mi cuerpo está familiarizado con la actividad física constante. No es solo que tengo que correr atrás del bus y voltear para dedicarle una sonrisa de agradecimiento al conductor que se detuvo para que yo cruzara la calle y pudiera llegar a la parada a tiempo. No es solo que aquí vine a engrosar las filas de peatones, ya de por sí numerosas debido a la población universitaria. Es la ciudad construida entre colinas; es vivir cerca del Peak District; es, incluso, la empinada escalera de mi casa. Todo esto no es mucho, en realidad no es nada, a menos que estemos hablando de un couch potato como yo. Entonces sí es mucho y cada paso cuenta.
La primera vez que visité el Peak District National Park (o el Parque Nacional del Distrito de los Picos, para quienes hablan cierta modalidad del español y quieren reírse como adolescentes), caminé prácticamente todo el día. Para entonces ya era una transeúnte nivel intermedio, con entrenamiento en subir una colina mutante, y además seguía una modesta rutina de ejercicio por mi cuenta. La caminata fue un éxito, por esta lista de razones pero también por una más, la más importante: todo lo que me rodeaba. La vista del lugar. La vista de la ruta hacía que uno obviara el esfuerzo de los músculos propios, y lo que mantenía a las piernas en movimiento eran los ojos ávidos por observar lo que había más adelante.
El Peak District me pareció una pintura profunda, una panorámica que solo vería en televisión, en calendarios, en libros de viaje. Cuando pensaba en Inglaterra sin conocerla pensaba en Londres, pero cuando llegué acá me di cuenta que también tenía la imagen del countryside, muy al fondo en mi mente. La había visto y leído en novelas clásicas, en películas. Extensiones inmensas de verde, salpicadas con ovejas y vacas, pueblitos y estaciones de tren, bajo un cielo que alterna entre azul y gris. En mi primera caminata al Peak District, con un grupo de amiguitos de mi programa de estudios, subimos y bajamos cerros. Observamos el mundo desde las alturas, almorzamos en un valle, y nos paramos sobre una carretera agrietada que se cortaba en una hondonada. Cruzamos jardines que eran los patios traseros de casas de cuento. El cansancio del día era insignificante comparado con las maravillas que había descubierto, y prometí volver pronto.
No cumplí mi promesa, soy holgazana de corazón. No volví tan pronto al Peak District pero no dejé de caminar por la ciudad. No obstante lo relatado hasta este punto, me encanta caminar, especialmente cuando no tengo prisa. Además mantuve mi rutina de ejercicios, que era más calentamiento que ejercicio propiamente pero mi cuerpo igual lo agradecía. Hice algunos viajes fuera de la ciudad, donde valía más el entusiasmo que la disposición física para abarcar lo que había que abarcar. Hasta hice el esfuerzo de mejorar mi postura y erguirme un poco más, logro que enorgullecería a mi madre.
Sin embargo, estos avances en mi capacidades ambulantes no se desarrollaron gracias a que me mudé a la isla. Es de agradecerle también al cambio de ambiente, al hecho de irme a otro país por primera vez. Ese fue el momento en que me encontré sin carro y en un entorno no totalmente libre de hostilidad social, atroz delincuencia y horrendo acoso callejero, pero en términos comparativos, más respirable en todos esos aspectos. Podía caminar a todos lados, de hecho, debía hacerlo. Tuve la precaución, antes de irme de El Salvador, de comprarme unas zapatillas deportivas que creí que aguantarían todo pero que se volvieron esponjas en mi primera semana en Chile.
Esto último lleva a un punto esencial al hablar de caminatas y sprints para alcanzar el bus: zapatos. Sé que esto es algo obvio para alguien con inclinación al deporte y la actividad física. Para mí fue una epifanía tardía pero al menos me llegó. Después de abandonar la madre patria y su clima tropical tuve que reconsiderar el andar por la vida usando All Stars. Eso, además de que tengo el pie plano, entre otras cosas. El primer y mejor consejo que recibí al llegar a Temuco fue que tenía que invertir en zapatos todoterreno. Examiné los que recomendaban, parecían zapatos que llevarían a cualquiera al fin del mundo. Era una inversión considerable para alguien en mi posición en la escalera sociodemográfica, pero con el paso del tiempo valió cada centavo y desgasté las suelas con un gozo que hasta entonces me era ajeno. Esos zapatos sí me ayudaron a llegar al fin del mundo, o quizás más bien el inicio del mundo, en el hemisferio sur primero, en el hemisferio norte después.
Finalmente sí volví al Peak District, una y otra vez. Incluso, ahora soy parte del comité en mi programa de estudios que organiza actividades al aire libre. Las caminatas no son particularmente exigentes, porque ya quedó clara mi naturaleza, pero una caminata aquí y allá está bien para mí. En realidad me encanta caminar y el lugar donde vivo ahora es perfecto para eso, si removemos el factor clima en esta apreciación. Incluso, puede que logre salir del fondo de la cadena alimenticia, dependiendo de los zapatos que esté usando el día que tenga que correr.