Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 3 de agosto de 2017.
A media cuadra de la casa en la que crecí, en El Salvador, había un parque. Era este un terreno verde que se estiraba por una calle cinco cuadras cuesta arriba. Tenía una cancha de fútbol, una cancha de basketball, árboles cuyas copas formaban un techo de hojas, glorietas, columpios y una pendiente por la que uno podía rodar. Mi primer recuerdo en ese parque soy yo escondiéndome tras una piedra porque hay un soldado frente a mí, y creo que mi mamá me está pidiendo que le dé la mano y que sigamos caminando porque no pasa nada. Otros recuerdos, menos angustiantes y difusos, tienen que ver con llevar a mi mascota, mi socia, la Rana (RIP), a corretear por la cancha de fútbol.
Este parque todavía existe pero me es difícil hablar de él en presente. Recordé su existencia hace poco, cuando alguien compartió en Facebook la denuncia ciudadana de que algunas de sus pendientes se han erosionado y los árboles en el borde de las mismas pueden venirse abajo en cualquier momento. Son árboles masivos. El peligro y la pérdida que significarían su caída es largo de explicar aunque fácil de imaginar. Ver esta advertencia me recordó la sensación que tengo cada vez que vuelvo a mi país, una sensación sin nombre específico que me da al observar el entorno: descuidado, sobrecargado de cables y publicidad, buena parte de ella en inglés, cada vez con menos vegetación y con más inmuebles deteriorándose junto con la gente que los habita.
Me llevó muchos años hacer consciente mi impresión de que la vegetación se asocia a un cierto privilegio social. Mi casa tenía un jardín bonito, mi calle tenía árboles (de nuevo, probablemente debería estar hablando en presente) y enredaderas que brotaban de entre los alambres razor. Además del parque mencionado al inicio, había otro dos cuadras más abajo de mi casa. Sin embargo, siempre había vecindarios más bonitos que el mío, los de aquellos sectores sociales selectos que podían costearse arboledas, jardines y parques más frondosos que a los que yo tenía acceso. Los vecindarios más “populares” tenían más cemento que vegetación, o vegetación que era maleza apenas controlada. Eso sí, el alambre razor era común a todos lados, porque la arquitectura de la inseguridad es más o menos democrática.
En 1969, el psicólogo social Philip Zimbardo y su equipo de investigación dejaron dos autos abandonados, uno en una zona pobre de Nueva York y otro en una zona rica en California (al igual que usted, tengo la duda de cómo consiguieron dos autos para este estudio). El primero fue rápidamente vandalizado, como cualquier persona con determinadas ideas acerca de la pobreza podría esperar. El segundo auto quedó intacto, hasta que el equipo investigador mismo le rompió una ventana. A partir de eso, este segundo auto también fue deteriorándose a causa de los distinguidos habitantes y transeúntes que contribuían a desmantelarlo poco a poco.
Este experimento de mi tío Zimbardo (a quien algunos reconocerán más bien por su experimento de la cárcel de Stanford) tiene relación con la llamada Teoría de las Ventanas Rotas en criminología. No vengo a hablar maravillas de esta teoría, porque se ha utilizado como excusa para implementar políticas represivas en ciertas poblaciones, pero quiero destacar su punto de partida: la facilidad con la que colectivamente contribuimos, por acción u omisión, al deterioro de nuestro entorno, especialmente cuando vemos que “a nadie más le importa”. Si alguien ya rompió una ventana, ¿qué tiene de malo manchar la pared en la que está esa ventana? Así, el deterioro va aumentando a partir de pequeñas acciones individuales (esta dinámica, en la que pequeños comportamientos van sumando hasta crear un fenómeno mayor, no ocurre solo a nivel comunitario, pero ya hablaremos de eso otro día, si es que algún día me pagan por enseñar y/o escribir intelectualidades).
Cuando vivía en El Salvador, observaba cómo áreas verdes en general y árboles en particular iban disminuyendo. Ahí también me daba la impresión de que a nadie le importaba, o, que a alguien le importaba el aspecto equivocado del problema. Parecía ser contagioso, eso de que cada persona realizaba una acción que por sí sola no era tan importante pero que tenía un efecto acumulativo. Los árboles desaparecían, a veces, para disminuir riesgos, como el de raíces metiéndose bajo una casa (e.g. la mía) o ramas entrando en contacto con cables de alta tensión. Otra veces, la vegetación desaparecía a causa de criterios en principio bien intencionados pero cuestionables, como el caso de una plaza en la capital en la que talaron árboles para poner piso de cemento. O cuando talaron hileras de árboles que se extendían por varias cuadras para construir un nuevo carril. O cuando destruyeron un bosque entero para montar tres centros comerciales y residencias exclusivas. Las ardillas cambiaron ramas de árboles por cables del tendido eléctrico, las aves pasaron de construir sus nidos entre hojas a esconderlos entre estructuras metálicas.
No estoy siendo una hippy abraza-árboles, o sí y tendrá que aguantárselo, pero no estoy preocupándome solo por la estética y el ornato de zonas habitadas. Hace poco leí un artículo sobre una especie de escarabajo, el polyphagous shot hole borer, cuyo nombre claramente no voy a molestarme en traducir, y que carga un hongo llamado Fosarium. El artículo, publicado en línea en la revista Wired, estimaba que 26.8 millones de árboles iban a morir en el sur de California en los próximos años a causa de este hongo que interrumpe la habilidad del árbol de transportar nutrientes y agua. La muerte de estos árboles tendrá un impacto importante en la salud pública, no solo porque los árboles controlan la polución y regulan la temperatura ambiental, sino porque contribuyen a la reducción de estrés y al incremento de la actividad física. La desaparición de los árboles, en otras palabras, impacta directamente el estado de salud. Es hora de recordar que detesto la frase “hay estudios que muestran que…” cuando no la acompaña ningún estudio específico, así que voy a ser específica y hacer eco del meta-estudio (un estudio de estudios) que menciona Wired, de Gascón y colaboradores (2015): Residential green spaces and mortality: A systematic review. Los resultados, en resumen: vivir en áreas con espacios verdes reduce la mortalidad. Por supuesto los hallazgos son más complejos que esa frase pero, como ya dije, espérese a que me contraten para ejercer la intelectualidad y sigo con esta historia.
Tengo la suerte de vivir en una de las ciudades más “verdes” de Inglaterra, tanto así que parte de ella está inserta en un parque nacional, o viceversa. Me invade una sensación bonita, una amalgama de satisfacción y bienestar, al caminar por zonas verdes aquí. Esto lo experimento desde antes de conocer los beneficios de rodearse de vegetación o las dinámicas sociales asociadas a ello. Pienso en el entorno –el ecológico, el social– deteriorado en mi país, en lo difícil que es preocuparse por semejante cosa cuando la lucha diaria es sobrevivir para ver el día siguiente. Tal vez los árboles del parque ya se cayeron o serán talados por seguridad. Son dos o tres árboles, qué tienen de importante.