Vainilla

Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 28 de septiembre de 2017.

Era media tarde y las callejuelas comenzaban a llenarse. Había llegado a una conferencia día y medio atrás y por fin me había zafado del ámbito académico para recorrer esta ciudad. Esas callejuelas eran mi único destino fijo, como una peregrinación que le debía a no sé quién, pero a alguien. La mayoría de las ventanas se mantenían con cortinas cerradas a esa hora pero las que encontré abiertas me hicieron sentir como si estuviera cometiendo una indiscreción. Me compré un cono de papas fritas y me senté en una plaza, frente a la estatua de una mujer apoyada en el umbral de una puerta y debajo la inscripción “Proteger a las trabajadoras sexuales en todo el mundo”.

Cuando estoy fuera de casa, fuera de mi ciudad adoptiva en Inglaterra, me asalta el pensamiento fugaz de que en cualquier momento podría “ocurrir algo”. Un atentado, quiero decir, pero no quiero decirlo. Es fugaz porque sopeso probabilidades y comparo el nivel de alerta en el que estaría si me encontrara en un espacio público en mi propio país. Solo con esta última comparación, el terror en mí disminuye (que no se tome como una competencia de qué es peor; dos tragedias de distinta naturaleza pueden ocupar una misma mente). Pero en ese momento fugaz, me da por pensar qué dirían de mí los medios de comunicación, especialmente porque yo ya no estaría para defenderme. Tiendo a pensar que se pondrían sentimentales por una hora y luego pasarían a otros temas, como es la norma con los don-nadies.

Las papas fritas en un cono las había comprado en el Barrio Rojo de Ámsterdam. La estatua era un justo reconocimiento a las personas que se dedican, por cualquier cantidad de razones, al vilipendiado trabajo sexual. Además de tener papas fritas en mi organismo (qué celestial es la comida en Holanda, verdá-de-Dios), había aspirado humo de marihuana de segunda mano, y había echado un vistazo al CV de algunas trabajadoras sexuales en las ventanas. Es posible que yo sea la persona más vanilla del mundo, pero pensé que, si “algo ocurriera” y yo quedara ahí nomás, la incisiva hipermoralidad de algunos de mis congéneres les haría preguntarse qué hacía yo en ese lugar obsceno. Esta sería, claro, una pregunta retórica empapada de reproche y hasta de schadenfreude.

Podía escuchar esta pregunta en mi cabeza porque nací en un entorno social que me machacó que el sexo, en su significado más amplio e inclusivo, era algo vergonzoso, malo, inmoral. Tuve la suerte de contar con algunos factores protectores que, desde que logré consciencia sobre estos temas, contribuyeron a que no se cimentara en mí una visión demasiado tradicional del sexo. No me parecía malo, solo algo sumamente íntimo y que no tenía nada que ver conmigo. Aun así, nadie es inmune a la influencia del sistema en el que nace y crece, y por mucho tiempo equiparaba, por ejemplo, “enseñar piel” con vergüenza y hasta poca inteligencia.

Eventualmente dejé atrás muchos de los “valores” de mi entorno social, en buena parte porque esos valores se mostraban empecinados en destruirme. Tenía siete años cuando sufrí mi primer acoso sexual, por parte de dos hombres en un parque, y desde entonces vino una seguidilla de eventos y amenazas que desembocaron en una espantosa disfunción sexual. “Esto es demasiada información para mí”, dirá el modesto lector, pero no cuento esto para modestos lectores sino para criaturitas como la que yo fui alguna vez, que habría agradecido enterarse de que lo sentía era habitual pero no por ello “lo más normal del mundo”, que tenía un nombre, una explicación y más de una solución. Pensándolo bien, a algunos modestos lectores les convendría aprender un par de cosas más sobre sexualidad.

La fortuna me sonrió y pude escapar de ese entorno opresor. Salir primero de mi país y después de mi continente, además, resultó terapéutico en ese sentido. Por supuesto que es triste decir esto, lo último que uno quiere es que el entorno que uno llama hogar justifique con velado regocijo que te pasen cosas malas. Y lo mío fue nada. Mientras escribo esto, un nuevo caso de feminicidio ha vuelto a visibilizar las protestas del #NiUnaMenos. Digo vuelto a visibilizar porque esa lucha se hace todos los días, generalmente en el ámbito privado y ante la ceguera selectiva de mucha gente; si esta lucha es difícil de creer, sépase una persona privilegiada. No hace falta que yo venga a hablar de esto, las explicaciones de qué distingue un feminicidio de otros tipos de asesinatos, y por qué se destaca esta distinción, son fácilmente accesibles (aun así, abundan quienes esperan que sean “las feministas” quienes denuncien todo y expliquen todo, pero de buena manera porque de mala manera no vale. No. Esta es una labor intelectual de la que cada quien debe hacerse cargo si de verdad le interesa).

Decía, pude escapar de ese ámbito opresor, y hoy camino por la calle sin que me hormiguee por la piel esa duda introyectada de si no estaré “llamando la atención” (eufemismo de ser mujer o parecerlo). Esta inseguridad es difícil de entender para quien no crece recibiendo mensajes sobre lo frágil, llamativo y moralmente vinculante a su valía como persona que es el propio cuerpo. Es difícil de explicar, esa libertad que deriva de que te dejen en paz. Aquí pude cambiar mi pelo, mi forma de vestir, y encontré a la persona que había encerrado en el fondo de mí para protegerla de todos esos valores de la “gente de bien”. El “aquí” en el que estoy ahora dista de ser idílico y de estar libre de prejuicios y de riesgos que me son familiares. Pero para mí sigue sintiéndose como un alivio, un mínimo con el que apenas se puede soñar en mi región de origen.

Aquella tarde en el Barrio Rojo de Ámsterdam, no solo comí papas fritas, sino que salí de la zona con un bombón de marihuana. Me lo regaló el dependiente buena-onda de una tienda de recuerdos. Me fui del Red Light District antes de que cayera el sol, cuando el lugar comenzaba a llenarse de excursionistas. Para mí, lo importante no era ver sex workers convirtiendo lo mundano en glamoroso, no era el sexo ocupando el espacio público. O sea, sí, lo era, mil veces. Pero era también, ante todo, el hecho de ver este tema tan polémico, sucio, pecaminoso, tabú, vergonzoso, como la compleja necesidad humana que es; no totalmente pero mucho más de lo habitual. Solo hay una cosa que, colectivamente, debería concernirnos en cuanto a la actividad sexual ajena: que sea plenamente consensuada entre las partes involucradas. Fuera de eso, los con quiénes, los cómos, los con qués, no están para debatirse en términos de bueno o malo.

Me fui del Barrio Rojo pero regresé al día siguiente para desayunar porque that’s my thing. Una amiga definió mi espíritu vanilla como alguien que va al Barrio Rojo y sale de ahí con un Chupa chups. Y, sí, así fue. Ahí comí papas fritas y un waffle belga, y compré algo en una sex shop –nada fálico– que mantuve en una bolsa negra para fingir que sentía vergüenza.