Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 23 de noviembre de 2017.
Las voces en mi cabeza no se ponen de acuerdo en este tema. En Inglaterra, uno le pasa de largo a la gente y la gente le pasa de largo a uno. Estoy segura de que no es por ser mala onda y no hay que tomárselo personal, pero este trato (o no-trato) resulta más confuso cuando proviene de gente que conozco. La explicación más sencilla es que la persona no me vio mientras cruzábamos caminos, o solo vio una sombra irreconocible por el rabillo del ojo. Aprecio la energía psíquica que ahorro al no tener que interactuar con casual acquaintances, pero todavía no entiendo si estas se pasan de largo entre sí con o sin intención.
Estas convenciones sociales de mantener la distancia parecen hechas a la medida para alguien como yo. No me desagrada la gente, no siempre, pero en mis interacciones sociales apunto al mínimo esfuerzo. Mis días en la oficina están salpicados de momentos con silencios incómodos cuando encuentro colegas en la cocina o en los pasillos. “You a’right?”, “Not too bad, you?”, fin. La amabilidad nunca falta, pero aquí es donde meten su cuchara las voces en mi cabeza, las que me dicen que evada esos silencios incómodos preguntando cómo va la investigación (el “hablemos sobre el clima” de los estudiantes de doctorado) y otras nimiedades. Finalmente arruino esa deliberada brevedad con conversaciones forzadas que no van a ningún lado.
Estas interacciones mínimas contrastan con las de mi entorno natal, donde la gente siempre está pendiente de los demás. Era cotidianidad ver venir la charla casual, o el sentir en la nuca la mirada de otros, ese gesto a veces maleducado de que alguien se me queda viendo porque algo en mí le llama la atención. Hablo de comportamientos culturalmente compartidos más que de cualquier cualidad que yo pueda o no tener; yo soy una persona horriblemente promedio sin mayores señas particulares. Podría achacar estos comportamientos al carácter colectivista de mi cultura, que a veces es reconfortante y otras veces, invasivo y demandante. Estar viendo para otro lado, estar pensando en otras cosas y por eso pasarle a alguien de largo es aquí la norma, mientras que en mi entorno natal es un paso en falso, un fallo en la vida pública: uno no es distraído, sino un engreído que no saluda a los amigos y quién se cree que es para ignorarme.
Crecer en un entorno así he dejado secuelas en mí, pero venir a un país donde las demandas de interacción social son menores, en cantidad y calidad, también me causan cortocircuito. Uno de estos días, en la parada de bus, veía al suelo, keeping to myself y oyendo música, cuando una mano sacudiéndose frente a mi cara llamó mi atención: “Hey” escuché. Un colega del doctorado, de reciente ingreso a mi pokédex de amistades, me saludaba sin detenerse en su marcha. “Hey”, le respondí con una sonrisa, sorprendida de que ya hubiéramos alcanzado un nivel social en el que podíamos no pasarnos de largo. Mientras le respondía, noté a otro colega del doctorado que venía en mi dirección, cuya forma de ver el mundo me despierta un arranque de reflujo. Afortunadamente, él pasó de largo sin notarme (o fingiendo que no lo hacía, no lo sé). Mientras lo vi alejarse, me di cuenta con horror de que mi supervisor del doctorado se estaba subiendo al bus que acababa de estacionarse frente a mí. Solo lo vi de espaldas y no sé cuánto tiempo él y yo estuvimos a un par de metros, y si él habrá reparado en mi presencia, y si creyó que, y si, y si.
Aun entre amigos de culturas similares hemos modificado nuestras maneras de saludarnos y despedirnos; ya no es un beso en la mejilla sino una sacudida de manos. Un amigo del doctorado, recién llegado de Filipinas, todavía me saluda con un beso en la mejilla cuando nos vemos en la universidad; compárese con otros colegas con quienes intercambiamos una mirada para asegurarnos que nos conocemos y luego volteamos para no hablarnos (a veces intento esbozar una sonrisa, pero termina siendo invisible para mi contraparte). Una colega británica me preguntó con curiosidad por qué este amigo me daba un beso al saludarme. Supongo que además le confundía conocer a mi pareja y nunca haberme visto concediéndole el mismo trato que a mi amigo. Le expliqué a mi colega que era una costumbre de nuestras culturas. Casi le digo que, además, “it’s OK because we’re both queer”, pero esa es una capa de interseccionalidad que queda para otro día.
Pero no es el entorno social, propio o ajeno, el problema; soy yo. Y está bien, me perdono. Acepto que toda mi vida le he huido a contestar el teléfono, y tomo caminos innecesariamente largos porque me cuesta pedirle cosas a la gente: una dirección, una respuesta, un favor, una pizza; agradezco la tecnología actual que permite que muchos servicios puedan solicitarse en línea. Estoy consciente de que soy una persona con una timidez incapacitante. En mi primer trabajo de investigación, me encajaron la tarea de llamar a estudiantes universitarios para pedirles que respondieran una encuesta, y no una vez, si no tres veces al año, por tres años. En esta tarea coincidieron varias cosas que detesto: llamar por teléfono a personas desconocidas, pedirles algo a cambio de nada (o de registrarlos para una rifa de gift cards, que tampoco siento que sea mucho), solicitar su atención y sostener su atención. Duré en esa faena alrededor de una semana. La asertividad tampoco es mi fuerte, así que no fue que me retiré informando abiertamente mi aflicción. Pasó que, mientras hacía llamadas una mañana, me dio un fuerte dolor de cabeza, y me asaltó un creciente y atroz vértigo que me mantuvo postrada por dos semanas. “Eso es una exageración”, dirá como usted, como dije yo entre lágrimas a la semana y media de estar mareada, después de ver a varios doctores, revisarme el oído medio y tomar medicamentos, sin que nada disminuyera mi vertiginosa miseria. Le pagué a alguien para que hiciera las llamadas por mí y eventualmente volví a la normalidad.
He crecido como persona desde entonces, alabado sea, aunque sigo huyéndole a hablar por teléfono con desconocidos, sobre todo los que hablan una lengua que no es la mía. Al menos hoy llevo una vida en la que quienes me llaman por teléfono son mi flatmate chileno, una o dos personas de confianza, y gente que me quiere estafar. Esto de las interacciones sociales es un aprendizaje que nunca termina, y por eso decidí ir a un taller, Networking for the nervous (¡!). Terminé escogiendo a la peor persona con quien hablar, quien respondía a mis preguntas con voz inaudible y viendo al infinito como si yo no estuviera ahí. Me dije que acercarme a hablar con ella había sido un error, pero una de las voces en mi cabeza señaló que, justamente, me le acerqué porque todos la ignoraban (sí, pronto entendí por qué). Mis voces no se ponían de acuerdo si yo hice esto porque era noble o solo incapaz de escoger mis batallas.