Una de mis certezas más profundas es que no soy de aquí. El significado de “aquí” ha variado a lo largo de mi vida: a veces es un lugar, a veces son personas, a veces es una especie de identidad. La noción de incompatibilidad la he cargado desde que tengo memoria, aún en mi país de origen. Especialmente en mi país de origen. Viví en El Salvador por más de 20 años sin jamás aprender del todo a moverme en sincronía con mis congéneres. Podía mezclarme con mi mundo inmediato, pero cualquier imprevisto se convertía en un mal rato, con suerte, o en una pesadilla.
Mis medallas a la inadecuación se multiplican con el tiempo: geografías, carácter, percepción, nacionalidad, sexualidad, lenguaje. También tengo mención honorífica en marcharme de lugares (físicos o afectivos) en los que sentía que cabía, lugares en los que a pesar de ser visitante/migrante/anomalía/NoSabeNoResponde, me recibieron con los brazos abiertos. A algunos de estos lugares puedo volver de vez en cuando, solo para fingir pertenencia cuando en realidad no soy más que una visitante en mi propia casa. Ese ir y volver es al mismo tiempo una ganancia práctica y una pérdida vital.
Tal vez esta sensación de no pertenecer es un defecto de fábrica mío, como todo el mundo trae sus defectos específicos, o tal vez efectivamente no quepo. Tal vez de verdad no me da el idioma, el deseo ni el criterio para ajustarme a mi entorno. Pero esta sensación no es motivo de tristeza ni de orgullo. Solo es así, está ahí palpitando todo el tiempo, cuando finjo acento, cuando me muerdo la lengua, cuando por fin soy yo a puerta cerrada frente a un espejo.