Columna publicada en periódico El Faro el 4 de febrero de 2021
Todas las personas tenemos un marco de referencia que guía nuestras acciones: principios, valores, explicaciones ante distintos fenómenos, aspiraciones para mejorar el mundo. Por eso no puede decirse que una persona no tiene ideología. La ideología es, precisamente, ese marco de referencia que da sentido a nuestras acciones como individuos y como miembros de una sociedad. Puede comprenderse desde distintos campos y acuerpar diversos intereses, pero fuera de distinciones académicas, la ideología se manifiesta en cómo se relacionan las personas unas con otras. Considerarla como un artefacto obsoleto es un error, como lo es creer que todas las ideologías son igualmente debatibles o sensatas.
El país, como conjunto, se caracteriza por la ideología autoritaria que conforma el engranaje del día a día de la población salvadoreña. Que el presidente Nayib Bukele llegara al poder es fruto de este suelo tristemente fértil. Hace cinco años, Bukele reclutó una audiencia para que lo acompañara a plantarse frente a la Fiscalía General de la República, para demandar que dejaran de investigarlo por una serie de ataques digitales a medios de comunicación. Desde entonces sus seguidores han aumentado, en número y en efervescencia, a causa del desencanto político y de la promesa de un líder eficiente. Así, “el pueblo” ha sido instrumentalizado al punto que simpatizantes de Bukele han encerrado a empleados del Tribunal Supremo Electoral en esa oficina y amenazado con fusiles a quienes se opongan a sus órdenes. No buscan alejarse de “lo mismo de siempre”, sino que mantener viva esta perenne dinámica de dominancia y sumisión para que juegue a su favor.
La noche del pasado 31 de enero 2021, un grupo de simpatizantes del FMLN fueron atacados a tiros tras finalizar un evento de la campaña electoral, de cara a las elecciones de alcaldes y diputados este 28 de febrero. Dos personas fallecieron. El pronunciamiento inicial de Bukele fue que este ataque constituyó un autoatentado. A los ojos de Bukele, no hubo ataque que condenar ni víctimas que lamentar, un mensaje que a la vez promete impunidad para quienes quieran dar continuidad a la escalada de violencia. Los plot twists siguientes se construyeron sobre la marcha y culminaron incluso con el arresto de los sobrevivientes del ataque, que al cabo de dos días fueron liberados por falta de pruebas en su contra.
Desde las cuentas gubernamentales en redes sociales se retrata al país como un lugar de esperanza, prosperidad e incluso opulencia, impulsado por funcionarios competentes que han moldeado su estilo en tiendas duty free. Entre información y propaganda, sin embargo, hay una línea tenue y la propaganda no viene sola. Le acompañan la manipulación de hechos y el odio dirigido hacia grupos específicos. El auge del acoso político en línea hace año y medio era calentamiento. Ahora, el vicepresidente Félix Ulloa dice que estábamos en una “nueva” guerra con nuevos actores. Por un lado, el Gobierno y sus simpatizantes; por otro, el resto de partidos políticos y sus simpatizantes y cualquiera que parezca ser del segundo bando. Nada nuevo.
Aprovechando que la Asamblea Legislativa se ha forjado una reputación deplorable, Bukele se apropió de las demandas y acusaciones legítimas hechas a partidos políticos a lo largo de los años y las redujo a una burda criminalización. Luego vino la deshumanización, alentando a correligionarios a usar epítetos como ratas. “Pero así hablamos en El Salvador”, dirán. Pues sí; eso se llama cavar tu propia tumba. La violencia está en el lenguaje porque refleja esta visión de dominancia y sumisión cada vez que hacemos chistes peyorativos, cuando insultamos a los demás, y al legitimar los golpes e insultos como un método para que “la gente aprenda”. El lenguaje es algo mínimo, sí, pero lo que alguna vez fue un pie obstruyendo la puerta ahora es la fricción que no nos permite cerrarla.
Ser “ni de derecha ni de izquierda” no salvará a nadie en El Salvador. La creencia de que se está por encima de toda ideología se ha vendido como una virtud en figuras públicas desde el dictador chileno Augusto Pinochet hasta Bukele. Aún más preocupante es que parte de la ilusión de idoneidad de un candidato o candidata en esta campaña electoral proviene precisamente de desmarcarse de cualquier ideología (o, en su defecto, de adoptar términos alternativos con definiciones cuestionables). Aunque el voto por rostro es posible desde 2012, en estas elecciones los candidatos han priorizado la propuesta individual sobre la partidaria. Esto, en todo caso, es comprensible. Las decisiones del aparataje político salvadoreño han ido más bien en detrimento del bienestar de la población. Lo que nos queda de esta debacle son candidatos –y votantes– a la deriva.
La pluralidad de candidaturas es un paso para construir marcos de referencia distintos, pero la falta de un mínimo consenso partidario puede jugar en contra cuando un rostro trate de cumplir promesas desde su cargo. Hasta ahora, solo cinco de los diez partidos en contienda han hecho públicas sus plataformas legislativas, y las propuestas de la mayoría de candidatos (por ejemplo, de la zona occidental) se desconocen. Lo que sí sabemos es que los idearios de partidos nuevos reproducen mañas viejas, en el mejor de los casos, respaldando individuos que no logran analizar lo social si no es forzándolo en el molde personal (como equiparar el manejo de la masacre de El Mozote con perdonar a un esposo infiel). El disentimiento entre miembros de un partido no es inusual, pero no sentar una posición ideológica común es ser un montón de hojas al viento.
Hay sectores, pequeños pero bien articulados, en constante lucha a favor de los derechos humanos y de los que urge aprender. ¿Qué porcentaje de personas hace falta para cambiar la opinión dentro de un grupo? 25 %, según estudios sobre minorías y statu quo. ¿Cuánto tiempo se necesita para cambiar la opinión de una persona sobre un tema? De 10 a 15 minutos, según estudios de deep canvassing. Pero el trabajo que recae en estas modestas cifras es monumental y empieza por asumir nuestra visión de mundo, así como una apertura radical a las visiones de otros (que no significa aceptarlas).
Sin un discurso crítico y cohesionado, desde la oposición y desde la sociedad civil, difícilmente lograremos el necesario contrapeso a la ideología de siempre. Esa que nos mantiene como un país con gente desconcertantemente agresiva, que “no se mete” pero aplaude la bota en la nuca ajena, que reconoce al autoritarismo cuando lleva uniforme militar, pero no cuando va de civil. Como dice aquel dicho sobre nazismo, que bien le queda a otras etiquetas como corrupto, violento y criminal: si una persona se sienta a la mesa con tres amigos nazis, en la mesa hay cuatro nazis. Nadie anda por la vida sin ideología y aun si usted no reconoce la propia, sus actos y los de quiénes elige rodearse hablarán por usted.