Columna publicada en periódico El Faro el 26 de octubre de 2021
Tras año y medio de haberse declarado la pandemia por covid-19, para mucha gente no hay vuelta atrás hacia la “normalidad”. Las vacunas y el regreso a las rutinas son un alivio colectivo, pero no resuelven el desgaste de la salud física y mental que ha dejado la pandemia en gran parte de la población. Entre los grupos que requieren atención urgente se encuentran quienes presentan sintomatología poscovid y las familias que sobreviven a quienes han fallecido por el virus. A nivel nacional e internacional, se guarda silencio ante las secuelas de salud y psicosociales de la covid-19. En el mejor de los casos, se manejan como un daño colateral del contagio y las medidas de confinamiento. Atender estas consecuencias debe ser una prioridad.
En términos de malestar físico, las consecuencias de la covid-19 no siempre desaparecen en cuestión de semanas o meses. Se calcula que la mitad de las personas contagiadas desde diciembre 2019 hasta hoy (242 millones al escribir esta columna) sufre “covid larga”. Esta persiste seis meses o más tras haber recibido el alta, con síntomas como fatiga, dolor, movilidad reducida, dificultades para concentrarse y problemas de respiración, cardiovasculares, digestivos y de la piel.
El riesgo de “covid larga” es mucho menor en personas vacunadas, pero persiste el riesgo de sufrir “niebla mental” y otros síntomas poscovid. Sin embargo, no está de más recordar que las vacunas protegen contra el contagio y, si esto falla, contra la severidad de los síntomas. Vacunarse es siempre lo recomendable, sin que eso signifique relajar las medidas de bioseguridad.
Entre los síntomas comunes de la covid-19 están la pérdida del olfato y el gusto. Para algunos, “solo” haber padecido uno de estos síntomas es un alivio, pero aunque esto suene como una incomodidad menor, en ocasiones es señal de daño en el sistema nervioso. Si bien la mayoría de quienes se contagian recuperan estos sentidos, se calcula que entre el 7 % y el 12 % de pacientes sufren de parosmia, una alteración severa del sentido del olfato (versus la anosmia, no sentir olores). La parosmia causa un profundo sufrimiento porque hace que las personas, por ejemplo, perciban que sus alimentos huelen a rancio, a podrido o a vómito. Aún no se sabe cuánto puede durar esta condición o si será de por vida. Conviene recordar que estos malestares físicos pueden afectar el desempeño ocupacional y psicológico diario de quienes los sufren. Por ejemplo, el cansancio crónico o la parosmia puede traer consigo depresión, ansiedad o desesperanza, pues la persona nota que ha perdido control sobre las funciones más básicas de su cuerpo.
Además de síntomas poscovid, requiere atención urgente el trabajo con las familias de personas fallecidas por covid-19. Al ya maltrecho tejido social salvadoreño se agregan ahora protocolos de actos fúnebres que refuerzan el estigma del contagio, duelos alterados y la pérdida secuencial o simultánea de varios miembros de la familia a causa de la enfermedad o sus complicaciones. El dolor psicológico por la pérdida es inmenso, pero no viene solo: se acompaña del aumento de dificultades vitales en lo cotidiano para quienes sobreviven, pues ya no está quien gana el sustento principal (a veces único) del hogar o quien procuraba cuidados específicos a miembros de la familia.
En esta línea, es fundamental hablar de la situación del personal de salud y sus familias en el país. En una entrevista radial, las doctoras Laura Laínez y Marta Pérez, representantes de familiares de personal de salud fallecidos durante la pandemia, reportaron que este año van más de 200 miembros fallecidos en este gremio por covid-19. De acuerdo con las entrevistadas, para cada una de estas muertes deben contemplarse entre cinco y seis personas directamente afectadas, es decir, las familias que dependían del personal fallecido. Las médicas reportaron, además, que no han recibido apoyo económico (prometido a través del Decreto 723) ni psicosocial para sobrellevar la muerte de sus familiares.
Fuera de las cuentas gubernamentales en redes sociales, el sistema de salud salvadoreño sigue colapsado. En la entrevista radial mencionada, se indica que en la red de salud no hay insumos de protección para el personal en los hospitales, no se proporciona equipo de bioseguridad y el que se entrega es material reutilizado o que se espera que usen por más tiempo del recomendado. El personal de salud que se contagia y logra recuperarse puede quedar con secuelas o desarrollar otras enfermedades, además del desgaste de llevar la carga (o sobrecarga) de trabajo en estas condiciones. En lo psicológico, el personal de salud está quemado por las muertes constantes (de sus pacientes y colegas), la falta de descanso y el riesgo de contagio no solo de covid-19, sino de otras enfermedades, todo ello exacerbado por la precariedad laboral.
Al personal de salud se les llama héroes, pero no se les reconoce (ni en lo material ni en lo social) el trabajo realizado ni se reivindica la memoria de quienes perdieron la vida por cuidar a otros. Dar un reconocimiento que trascienda el cliché del heroísmo nos obliga a razonar sobre el manejo de la pandemia en el país. No necesitamos publirreportajes en The Lancet sobre el Hospital El Salvador, sino datos claros sobre contagios, fallecimientos, recuperados y seguimiento a estos últimos para saber en qué terreno estamos parados. No nos sirven estrategias para evitar los contagios con enfoque impreciso que permite culpar a quien convenga, sino una visión de cuidado comunitario. Es preocupante que el Gobierno defienda la prescripción y la automedicación con las rotundamente contraindicadas hidroxicloroquina e ivermectina para prevención y tratamiento de la covid-19, en lugar de brindar herramientas de bioprotección y de apoyo psicosocial para que el personal de salud haga su trabajo con la mayor seguridad posible ante los riesgos.
Las consecuencias de la pandemia nos perseguirán por meses o años, y a mucha gente por el resto de su vida. Bajo esta perspectiva, es inhumano desestimar denuncias y críticas como si fueran una mera negatividad antojadiza. El oficialismo anuncia constantemente un nuevo proyecto esperanzador que finalmente se viene abajo con el paso del tiempo o con el peso del escrutinio. Aun así, el vicepresidente ha declarado que el descontento en El Salvador es una leyenda urbana; este negacionismo es un lujo que le saldrá caro al país. Hacerle frente al descontento, por el contrario, le resultará beneficioso. La salud mental, como se dice, está “fuera del individuo”, pues va de la mano con condiciones vitales como la seguridad alimentaria, laboral, personal, y el acceso a salud, educación y servicios básicos. En otras palabras, el bienestar va de la mano con las garantías de derechos humanos.
De cara a las secuelas físicas y psicosociales de la covid-19, el Gobierno de turno (y los que vendrán) enfrenta grandes retos para procurar la salud integral de la población durante y después de la pandemia. Podemos prever el aumento de la demanda en servicios de salud por problemas físicos, cognitivos y psiquiátricos. Podemos, también, prever el aumento de malestar psicológico: a partir de datos de diversos países, incluyendo El Salvador, se calcula que la prevalencia global de la ansiedad se ha triplicado por la pandemia, aumentando de 7.3 % a 25 %. A fin de cuentas, contagiarse de covid-19 no es un problema individual. Es prioridad canalizar recursos para dar seguimiento a los síntomas poscovid y atender a familiares de quienes han fallecido por el virus como punto de partida para promover la recuperación del país tras la pandemia.