Columna publicada en periódico El Faro el 6 de noviembre de 2020
Hace un año escribí sobre la represión que arreciaba en Chile tras el estallido social del 18 de octubre de 2019. Las víctimas de la brutalidad policial aumentaron en los meses venideros, hasta que algo cedió. Es sobrecogedor escribir ahora que las movilizaciones sociales chilenas derivaron en un plebiscito que, a su vez, derivó en una nueva Constitución. Esta es una reivindicación de luchas populares tras 30 años de precarización, pero también el inicio de un arduo camino mientras los abusos estatales continúan.
Entre la audiencia de este proceso histórico en Chile encontramos al vicepresidente de El Salvador Félix Ulloa, quien lidera la comisión que propondrá reformas a la Constitución de nuestro país. Quienes impulsan la idea de una reforma constitucional dicen que es doble moral apoyar el proceso chileno y rechazar el mismo en El Salvador, pero es importante darle el valor que corresponde a X y Y en este argumento. Según ese razonamiento, yo tengo doble moral porque apoyo una movilización ciudadana a la vez que rechazo la iniciativa de una élite. Tengo doble moral porque celebro que tres millones de personas salgan a la calle a demandar un país más inclusivo a la vez que desconfío de un funcionario que dice “cambiar la Constitución de la República es iniciativa mía”. Para mí eso es tener, más bien, una moral consistente.
La Constitución de El Salvador necesita reformarse, sí. Ya su primer artículo se traduce en la advertencia de llevar a la cárcel a quienes sufran un aborto espontáneo, por ejemplo. Pero hay cuestionamientos que fueron el meollo del asunto en Chile que se obvian en El Salvador. ¿De quién viene esta propuesta de reforma? ¿Quién decidirá qué se cambia? ¿Para qué? Ulloa celebra a Chile como ejemplo a seguir, pero su gobierno despliega el aparataje ideológico salvadoreño por excelencia: conservador, punitivo, defensor de funcionarios con currículos cuestionables y usos irregulares de fondos públicos, y alineado con grandes empresarios. Lo que Ulloa representa se asemeja más al gobierno de Sebastián Piñera (afín, a su vez, a los valores de la dictadura de Pinochet) que al carácter de la gente que salió a las calles a demandar dignidad.
El proceso chileno es, en realidad, la pesadilla de buena parte de la clase política salvadoreña. Una candidata a diputada por el Partido Demócrata Cristiano, por ejemplo, declaró que los resultados del plebiscito “duelen”. Por supuesto: el discurso mainstream en Chile habla de un país dividido, pero la falacia de la polarización quedó al descubierto con el 78 % del plebiscito. Solo en tres de las 346 comunas de Chile ganó el rechazo a la nueva Constitución, las tres comunas que concentran a la población con más poder en el país. Pasa que el “Rechazo” ocupó más tiempo en las franjas publicitarias del plebiscito, ya que contaba con el eco de los grandes medios y con la visibilidad de funcionarios públicos haciendo campaña. En la práctica eran el 20 % del electorado. Así que sí, la democracia duele.
El gobierno salvadoreño es dado a leer a medias las situaciones de otros países y transmitirlos como ejemplo para decir otra cosa. Recientemente, el presidente Nayib Bukele comentó que el gobierno francés tomó ciertas medidas ante la pandemia sin consultarlo con el órgano Legislativo. Aprovechó la oportunidad para llamar desquiciados a quienes advertimos el peligro de que un mandatario crea que no le debe explicaciones a nadie. Bukele aclaró que tales medidas no se implementarían en El Salvador (lástima, su objetivo es proteger el comercio independiente), no fuera que después le pidiéramos que, también como Francia, aplicara una ley contra el nepotismo y que regule las acciones públicas de los políticos. Al igual que Ulloa con Chile, Bukele quería que “comparáramos” su iniciativa y le diéramos el beneficio de la duda.
Pues bien, el siguiente paso en Chile son las votaciones para reservar escaños en la convención constituyente, la cual se encargará de redactar la nueva carta magna que será electa por voto popular en abril 2021. Esta convención contempla escaños para grupos históricamente excluidos, como las comunidades LGBTI, los pueblos originarios y las personas con discapacidad. Estos escaños siguen en contienda y está por verse cuánto la realidad corresponderá con lo ideal, pero en última instancia, están las bases para plasmar una visión de país inclusiva y basada en derechos. En El Salvador, en cambio, se evoca la Constitución cuando quieren recordarnos que las personas LGBTI no merecemos los mismos derechos y el gobierno de Bukele es una extensión de los mismos de siempre en este sentido. Qué visión guía a Félix Ulloa, aún no lo sabemos.
Para hacer una comparación justa entre el proceso chileno y la ambición del vicepresidente hay, cuando menos, tres tareas pendientes: promover la participación ciudadana, ampliar la agenda de derechos y diseñar un nuevo modelo económico. Sobre lo primero, Ulloa declaró que recibirán propuestas de la ciudadanía para la reforma. El grado de seriedad con el que se formularán y se aceptarán tales propuestas son una interrogante, particularmente ante lo inverosímil de que el vicepresidente califique de autónoma una entidad que él mismo encabeza.
Ampliar la agenda de derechos y establecer un nuevo modelo económico tampoco parece estar en el horizonte salvadoreño. Ulloa habla de memoria histórica, pero es parte de un gobierno que este año omitió la conmemoración de los Acuerdos de Paz. El mismo gobierno que guarda silencio cuando a las víctimas de la masacre de El Mozote se les recrimina cruelmente “¿por qué no dijeron nada antes?”, mientras continúa la tradición estatal de entorpecer el acceso a la justicia para estas víctimas. Nadie culpa al Bukele de cuatro meses de edad por aquella masacre, pero se le reprocha su burlona indolencia como presidente: el diario El Salvador, periódico gubernamental, reportó que Bukele entregó los archivos de la masacre, cuando lo que se presentó fueron informes de gobiernos anteriores.
Una reforma constitucional es necesaria, pero no en manos de una administración cuyas presumidas virtudes no hacen contrapeso a los vicios dignos de gobiernos anteriores que despliega. Este gobierno desmanteló el Sistema de Protección Civil y políticas de inclusión de la mujer y personas LGBTI, de los pocos avances sustanciosos de gobiernos previos. Se niega a adherirse al Acuerdo de Escazú (igual que Chile), que podría evitar tragedias como la del reciente deslave en Nejapa. La militarización nos tiene enviando soldados a dirigir cercos sanitarios y combatir plagas de langostas. La idea de preparar el sistema de salud para enfrentar la pandemia fue tomar un Centro de Ferias y Convenciones para convertirlo en el Hospital El Salvador, que a la fecha no está listo y otros hospitales le envían recursos. Los mismos de siempre –también hay en Chile– terminaron siendo invitados ilustres del gobierno y minimizan el acoso ante voces críticas y escupen misoginia con impunidad. Existen razones de sobra que alimentan la desconfianza sobre la visión de país que puede ofrecer el vicepresidente de un gobierno que perpetúa estas falencias.
Si algo podemos aprender del proceso chileno es la importancia de la movilización ciudadana en las calles. En 1988, cuando se votó para sacar al dictador Augusto Pinochet del poder (recomiendo mucho la película “No”), el triunfo fue esperanzador, pero lo que siguió jugó en contra del pueblo chileno. La clase política le pidió a la gente que no se movilizara: la gente se quedó en casa y esperó; esperó 30 años hasta que no pudo más. Eso es lo que la clase política salvadoreña nos pide siempre: esperar, rezar, confiar, acaso enviar comentarios. A pesar de su insistencia en comparar ambos procesos y su intención de hacerlos pasar por lo mismo, Félix Ulloa se niega a reconocer (en público, al menos) que los términos para elaborar la reforma constitucional chilena no son los mismos que él ofrece en El Salvador. Ojalá lo fueran.