Columna publicada en periódico El Faro el 29 de abril de 2020
Históricamente, los gobiernos salvadoreños han alimentado sus regímenes con la narrativa del “nosotros contra ellos”. Esta construcción se ha utilizado para justificar el accionar gubernamental negligente o violento hacia problemáticas y sectores de la población. El éxito de esta distinción entre “nosotros” y “ellos” es perfilarla como un asunto de moralidad. Buscar justificaciones morales ante el sufrimiento ajeno es tanto una cruz como una fuente de alegría cruel para los salvadoreños, pero en tiempos de crisis puede ser un escupitajo al cielo.
A estas alturas de la pandemia, sabemos que el distanciamiento físico es esencial. Como línea base de la prevención del contagio, podemos darle crédito al gobierno salvadoreño por su interés en promoverlo. Pero retrocedamos unos meses, incluso años, cuando antes de contar contagios diarios por COVID-19 en El Salvador, contábamos asesinatos. Manipular ese número llegó a manejarse como el fin último de los esfuerzos por “combatir la violencia” en el país, aunque no faltaban voces que advertían que detrás de esas muertes había todo un mundo por cambiar. En nombre del combate a la violencia se justificaba, pues, la violencia estatal hacia determinados grupos, cuyas identidades varían según la época.
“El enemigo” actualmente es un virus, énfasis con comillas para resaltar la antropomorfización del COVID-19. Atribuirle características humanas es un tanto inevitable, pero puede llevarnos al enfoque equivocado. La verdad es que nadie enfrentará al virus, no hay nada que tener “enfrente” y la evidencia hasta el momento indica que más bien debemos huirle. Lo que se requiere entonces de los gobiernos es que fortalezcan los sistemas de salud (entre otras cosas, sí, para detectar el virus) y generen condiciones socioeconómicas que permitan a la ciudadanía sobrellevar la ruptura de su cotidianidad. El gobierno de Nayib Bukele hizo algunas de estas cosas, pero, fiel a la tradición salvadoreña de buscarse a alguien con quien pelear, también declaró que esto era una guerra y tuvo a bien personificar el virus.
Primero fueron quienes “están del lado del virus”. Bukele encajó esta etiqueta a organizaciones de derechos humanos y otros agentes críticos que le pedían que le bajara el volumen al autoritarismo y priorizara acciones desde la salud pública, recordándole que dirige un país fuertemente precarizado. Luego vino la más o menos benevolente categoría de “nexos epidemiológicos” y el juego de escondelero en el que el Equipo Interdisciplinario de Contención Epidemiológica (EICE) sale a buscar al virus. Aunque, de nuevo, el virus no es una persona para ir a buscarla, el EICE constituye una propuesta relativamente sensata. No obstante, ya hay muestras del trato que reciben las personas comunes, e incluso el personal de salud, que se señalan como sospechosas de contagio.
Semanas atrás, parecía que las medidas del gobierno salvadoreño ante la pandemia eran más un ejercicio de control social que una intervención en salud pública. El panorama actual, en buena medida, es el mismo. Hay personas en albergues que llevan confinadas más de 40 días; en La Libertad y San Salvador se establecieron cordones que de sanitarios solo tenían las mascarillas de los soldados que vigilaban el perímetro. Se martilla que es por el virus, pero no se muestran argumentos médicos que sustenten la severidad de estas medidas, ni interés en garantizar condiciones dignas para las personas confinadas. Hay sospechas, posibilidades y “órdenes de arriba”.
A falta de explicaciones lógicas, las decisiones gubernamentales se presentan como moralmente justificables. Ello encuentra eco en una población que tiende a pensar las consecuencias como causas, el consabido “algo habrán hecho”: la gente no está encerrada porque esté contagiada, es que no estaría encerrada si no estuviera (potencialmente) contagiada. Mucha gente ha estado varada en el exterior, o confinada en albergues porque se fue de viaje o estaba ebria(?) y “a pesar de eso” el gobierno trabaja para ellos, como haciéndoles un favor que no merecen. El potencial contagio se personifica y se equipara con una persona desobediente, descuidada, y que, por tanto, no merece la ayuda del Gobierno ni la empatía de sus compatriotas.
Del Ejecutivo recibimos datos, pero también regaños y conmiseración. Este discurso se refleja en que la población encerrada en casa, abastecida y moralmente indemne, se siente cómoda creyendo que el problema es la gente desobediente y revoltosa que no quiere quedarse en su casa. Y es que, informalmente, lo que dice y hace el presidente de un país establece la tónica de lo que está permitido en la sociedad. Persisten en Twitter campañas de acoso y vigilancia gubernamental para acallar el descontento por cómo se lleva la pandemia y el país, cuestionando que provenga de personas reales o de un número de ellas que importe. Cuestionar decisiones presidenciales conlleva, con suerte, obtener una respuesta absurda y vulgar del presidente para hacernos creer que los absurdos somos sus empleadores por pedirle cuentas de su trabajo como servidor público. Fuera del territorio digital, la venia de “doblar muñecas” redunda, entre otras cosas, en el aumento de abusos y violaciones a derechos humanos por parte de la policía.
Bukele está conectado en Twitter pero desconectado de las necesidades reales de su país, tomando más bien decisiones rápidas como intentando acoplarse a la inmediatez de las redes sociales. Un video de personas circulando en El Puerto es causa para ordenar un cordón militar en esa ciudad y después de hacerle pasar hambre, entregarle alimentos. El video de una diputada tosiendo en plenaria lleva a cerrar la Asamblea mientras votan para superar el veto presidencial a la entrega de más recursos al personal de salud (esto no implica simpatía por diputados y diputadas que, dentro de su privilegio, experimentan prácticas abusivas que están dispuestos a legitimar cuando no es con ellos). El “nosotros” afín al Gobierno refleja estas lecturas apresuradas y simplistas, con juicios autoflagelantes y mezquinos que asumen, por ejemplo, que el miedo a contagiarse (absolutamente válido) le pertenece a quienes pueden quedarse en casa, mientras la gente circulando en El Puerto anda de fiesta.
Los costos de la pandemia abarcan más que el número de contagios y fallecimientos. El virus parece ser omnipresente y estamos lidiando con cambios radicales cuyas consecuencias a largo plazo aún no logramos estimar. Atender esos cambios es una prioridad en descarrilamiento constante ante gobernantes y simpatizantes que sacrifican seriedad por popularidad, perfilando un “ellos” como estorbos, un “nosotros” como esforzado y ocasionalmente exitoso, y un Dios pendiente de perdonarnos por desobedientes o condenados. Mientras persisten las críticas por las medidas de control social ante la pandemia, se autoriza a “los buenos” a usar la fuerza letal en defensa propia, se regresa la atención a las pandillas y vuelven a aumentar los homicidios, recordándonos que este número también es instrumental. Las pruebas del virus se reparten de modo desigual entre la población e investigaciones previas alertan sobre la posibilidad de una “súper transmisión” del virus en el país, no por gente perversa, sino porque es lo que pasa en regiones precarizadas si los esfuerzos no se canalizan apropiadamente.
En El Salvador solemos asumir y desconfiar de las intenciones de los demás, poniendo distancia moral entre ellos y nosotros. Esto, aunado al miedo actual a la enfermedad, nos vuelve más proclives a estigmatizar, atacar y excluir. Sin embargo, podemos trascender esta narrativa en la que “ellos” son malos y el “nosotros” se convierte en un “ahí te ves” a la mínima sospecha de contagio. Los juicios rápidos y moralistas pueden generarnos una sensación personal de control, pero es la solidaridad y el reconocer experiencias distintas a la nuestra lo que protegerá nuestra sanidad colectiva en esta pandemia.