Columna publicada en periódico El Faro el 9 de marzo de 2020
Las actitudes que las personas demuestran en público pueden ser distintas a las que sostienen en privado. Mi tesis de licenciatura trataba sobre la cultura de la violación y las actitudes sobre sexualidad y género que fomentan la violencia sexual, culpabilizando a la víctima y absolviendo al agresor. Estudiantes universitarios hombres puntuaban bajo en estas actitudes al responder una escala, pero en entrevistas grupales las creencias resurgían: los participantes declaraban, por ejemplo, que las mujeres “invitan a hacerles algo” al vestirse de cierta manera. Algunos de estos resultados los explicaba el trabajo de Jorge Corsi, renombrado experto en violencia doméstica y masculinidad hegemónica. Apenas terminé la tesis, se anunció que Corsi había sido arrestado por liderar una red de pedofilia.
La doble cara de los agresores es un suplicio que solo sus víctimas conocen. Sean gente de nuestro entorno o figuras públicas, enterarnos de que alguien -mayoritaria, pero no exclusivamente, hombres- es un agresor, nos desbarata esquemas sobre nuestro entorno social. La realidad choca con la noción que presentan los medios de comunicación, mostrando la violencia doméstica y la violencia sexual (las dos formas de violencia que abordará esta columna) como caricaturas en blanco y negro. Una mujer acurrucada en una esquina, esperando el siguiente golpe de un hombre rabioso. Una sombra persiguiendo a una mujer atractiva hasta darle alcance en un callejón. Ese hombre rabioso, sin embargo, tiene que ir al trabajo al día siguiente; esa sombra tiene una cara, una familia y una reputación.
Los temas de violencia doméstica y sexual han adquirido notoriedad en los últimos años. La opinión pública toma el movimiento #MeToo como referencia, pero a él preceden décadas de trabajo en violencia de género desde el activismo, la academia y víctimas que se arriesgaron a denunciar. Muchas personas, especialmente hombres, han sido bendecidos con la ignorancia en estos temas; otras personas, hombres y mujeres, finalmente encontraron un lenguaje para dar sentido a experiencias en las que sus límites personales fueron violentados. Si parece que estas formas de violencia son inescapables -en el hogar, la escuela, la iglesia, el trabajo, la farándula, el periodismo, el deporte, en la Antártica– es porque lo son. Estas formas de violencia están arraigadas en nuestras concepciones sobre sexualidad y género.
Cualquier persona puede ser víctima de violencia doméstica o sexual, pero la mayoría de las víctimas son mujeres, y los agresores, hombres. Las mujeres pueden agredir y los hombres ser victimizados (Corsi abusaba de niños y hombres jóvenes), de modo que no hablo aquí en términos absolutos, sino de tendencias. Los factores que configuran estas tendencias son diversos, entre ellos la naturalización de ciertos roles como “correspondientes” a hombres o mujeres. En todo caso, estas formas de violencia apuntan al control de una persona bajo el entendido de que agresor y víctima tienen cada uno su lugar, el primero de dominio, la segunda de sumisión.
Progresivamente reconocemos que los agresores viven entre nosotros. Nos dicen buenos días, están entre nuestras amistades y en nuestras bibliotecas, tienen talento o prestigio ganado por mérito propio. Lo más aterrador de muchos agresores es que, aun con alguna característica excepcional que posean, son gente común y corriente. Es cierto que en ocasiones se pueden detectar señales de un perfil amenazador. Por ejemplo, algunos acosadores sexuales se apegan a guiones sociales tradicionales: hay quienes ven la sexualidad como persecución, donde los hombres deben conquistar a las mujeres que “se hacen las difíciles”, y hay quienes ven a las mujeres o como potenciales parejas sexuales o como irrelevantes. La trampa es que en ocasiones el agresor mismo elige a quién mostrarle ese perfil amenazador.
Mal que bien, podemos reconocer al agresor como una persona de múltiples facetas, pero somos incapaces de extender la misma consideración a las víctimas que lo denuncian. La víctima sigue siendo una figura sin matices, que debe hacer pública una hoja de vida irreprochable para que podamos creerle y aceptar que no merecía ser violentada. Ser víctima ya es un argumento en contra. Toda acción u omisión de la víctima explicará retroactivamente el abuso que sufrió.
Las complejidades de un ataque violento, aún más de una relación violenta, no podemos comprenderlas con un razonamiento convencional. Los mitos en torno a la víctima de violencia doméstica se han refutado consistentemente, al igual que los de la violencia sexual. No obstante, queremos creer que la víctima “se dejó” violentar y tuvo alguna ganancia por ello: lo disfrutó, ganó estatus, ganó dinero (tal “ganancia” es evidencia del diferencial de poder con su agresor). Luego exigimos que las víctimas nos convenzan de su sufrimiento y creemos que conocer los detalles más sórdidos del abuso y las fotografías más brutales nos hará “reflexionar como sociedad”.
Ser una víctima no implica pasividad. Al ser violentada, una persona utiliza las estrategias que tiene a mano para salvar lo que pueda de su integridad (“¿por qué no abandona la relación?” Porque un momento en el que un agresor se vuelve más violento es al enterarse que su pareja ha decidido abandonarlo). Aún más, se puede ser víctima sin reconocerlo. Sabernos víctima de un hecho violento es humillante, es reconocer que perdimos el control sobre nuestro entorno y nuestro cuerpo. Hacerlo público es volverse aún más vulnerable y exponerse a cuestionamientos que en el fondo significan “a mí jamás me pasaría lo que dejaste que te pasara”. No es fácil, entonces, reconocerse como víctima. Es preferible dar la cara en televisión al lado de nuestro agresor, demostrando que aún tenemos algo de control sobre nuestra propia vida.
Cuando la víctima se sale de nuestro guion, damos el problema por solucionado. Disculpará este ejemplo, pero su percepción es reveladora: el caso de violencia doméstica de los actores Johnny Depp y Amber Heard. La evidencia ha señalado a Depp como agresor (no solo de Heard), hasta que este año se hicieron públicas declaraciones en las que Heard reconocía haber golpeado a Depp. La reacción del público consistió en tomar las agresiones de Heard como prueba de que Depp nunca la agredió. Los roles del agresor-víctima en ciertas relaciones violentas no son mutuamente excluyentes; no hace falta desacreditar a un lado para creerle al otro.
A propósito, los hombres también pueden ser víctimas de violencia doméstica y sexual. Esto fue parte de la reacción al caso Depp-Heard, traído a colación no por interés genuino, sino para recriminar a quienes defendieron a Heard. El que los hombres sean violentados es tradicionalmente motivo de chiste o de insulto, lo cual silencia y aísla a víctimas hombres. Los casos en los que las mujeres son agresoras o los hombres son víctimas (de otros hombres o de mujeres) suelen reducirse a un instrumento de mala fe, no para ampliar nuestro entendimiento sobre las dinámicas de violencia, sino para desestimar las denuncias de mujeres.
Reconocer la complejidad de estas formas de violencia nos exige reconocer que nosotros también podemos ser víctimas y agresores. Tal vez ya lo hemos sido. Esta advertencia no es antojadiza, es que no hace falta ser agresor para pensar como uno. Esa es la cultura de la violación. Hace años, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sondeó lo que hombres centroamericanos pensaban de la explotación comercial de menores. No eran proxenetas, pero su manera de pensar (a la base, la deshumanización de lo femenino) justificaba esa explotación. Recordemos la red de trata que operaba en centros comerciales de San Salvador, la cual traficaba con menores de edad que vendía a empresarios y presentadores de televisión. Lea algunas frases de los participantes en el estudio de la OIT y piense que ese es el contenido mental de comunicadores y funcionarios salvadoreños.
Conocemos señales sobre ser víctima de violencia doméstica o sexual, infografías y consejos “para cuidarnos” no faltan. Pero hasta profesionales en investigación sobre sexualidad tienen dificultades en reconocer cuando sufren acoso sexual; es difícil vernos en una situación tan extraordinaria y a la vez tan banal. Simultáneamente, persiste el temor a acusaciones falsas y al “ofenderse por todo”. Contrarrestar estas problemáticas comienza por desenamorarnos del juicio fácil, por comprender límites personales y comportamientos que implican abuso al cuerpo y a la autonomía propia y ajena. Se puede transmitir interés sexual o romántico sin acosar y hay dignidad en aceptar cuando el interés no es recíproco. Se pueden hacer chistes, pero usted decide a expensas de quién.
Faltan palabras para definir nuestra cobardía colectiva de responsabilizar al agresor por sus abusos cometidos. En la cultura de la violación y otras formas de violencia (de género), la narrativa es que a la víctima le pasó algo, propició que le pasara algo o no le pasó nada. Es hora de librar a las víctimas de nuestros juicios moralistas y aceptar que sus comportamientos no invalidan ni justifican el abuso sufrido. Que examinemos con lupa cada movimiento de la víctima para responsabilizarla de su abuso no nos hace agresores, pero nos vuelve tan culpables como ellos.