Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 26 de octubre de 2017.
Reviso el calendario y me parece increíble que haya pasado un año desde que me uní al comité. Ha sido una experiencia sumamente gratificante, aunque mi involucramiento iniciara por una situación que en mi país archivaríamos bajo la etiqueta: “yo pasando iba”.
Porque soy una señora que cuenta lo mismo una y otra vez, repetiré parte de una historia que ya conté: hace un año, la Sociedad de Posgrado de mi departamento en la universidad convocó a sus elecciones anuales. En ese entonces, el departamento acababa mudarse a un nuevo edificio. Yo solo fui a la elección para pedir que volviera el coffee morning que solía organizarse, en el antiguo edificio, cada quince días (gracias al coffee morning aprendí la palabra “fortnight”, que no deja de sonarme terriblemente específica). Entré a la reunión de votación y no había mucha gente aparte de los miembros del comité saliente. Estuve tentada a irme, pero ya todos me habían visto entrar.
Para ahorrarme el cuento, que de todos modos está borroso en mi memoria, terminé nominándome a mí misma para secretaria. No pude soportar ver la casi nula presencia de candidatos y, sí, seguía pensando en el coffee morning. Podía hacerme cargo de eso y, además, ya era hora de que socializara más con compañeritos del doctorado. En ese tiempo cumplía un año en Inglaterra y apenas me desviaba de mi ruta casa-oficina y viceversa, y apenas salía de mi círculo social de inmigrantes. Fue un año bastante cómodo, pero seguro mi experiencia inglesa podría abarcar mucho más que eso.
El paquete informativo sobre mi rol de secretaria listaba tareas y beneficios. Skills de esto y lo otro, se verá bien en tu CV. Yo fui secretaria una vez, en mi país, en un entorno más formal y “adulto”, en una organización no gubernamental. Mi cargo se llamaba “asistente ejecutiva”, secretaria en clave elegante, y estuve en él dos años. Detestaba contestar el teléfono y el imaginario social de subordinación asociado a este trabajo; más bien, el mundo avanza gracias a las secretarias. Yo resulté ser una muy eficiente, aunque no quería serlo para siempre. Según mi CV, estaba sobrecalificada y era poco idónea para el puesto, aunque esto no quiere decir que no aprendí nada. Esta ONG trabajaba con personas que adquirieron discapacidades a raíz de la guerra en mi país, y casi todos sus empleados, incluyendo mi jefe, eran de esas personas. Lo mejor que alguien como yo, con sus miembros intactos y sin trastorno de estrés postraumático, podía hacer en un entorno así era guardar silencio y escuchar. Aprendí una barbaridad. Saber cómo llevar una agenda de reunión fue lo de menos.
Con esta experiencia a cuestas, aunque en un entorno radicalmente distinto, comencé como secretaria de la Sociedad. Mientras no tuviera que contestar ningún teléfono o negociar sponsorships con gente desconocida, estaría bien. Pero los primeros meses del comité, no estuvimos muy bien. La presidenta electa resultó ser una presidenta inexistente. Organizábamos actividades y eventos que atraían a las mismas tres o cuatro caras. Bless them por apoyar, pero con ese nivel de convocatoria bien pudimos no haber existido. Por el lado amable, reinstauramos el coffee morning, y eso y la salida al pub cada primer viernes del mes atraían estudiantes y hasta gente del staff.
Una de mis tareas era encargarme del boletín mensual del departamento. Creí que eso implicaba que debía armarlo con insumos que recibiera de otros, pero terminé preparándolo yo sola. Me moría de nervios por equivocarme en algún dato o escribir mal alguna palabra y pensar que eso lo leería mucha gente. Pronto me convencí de que nadie leía el boletín, y traté de hacerlo más atractivo con contenido adicional fuera de los eventos del mes (que no eran muchos). Mi retroalimentación al respecto fue sobre una caricatura, dos estudiantes escribieron diciendo que contribuía a estereotipos sobre cierto trastorno mental. Me disculpé por la falta de criterio, y el error me desanimó a seguir el boletín. Pero seguí, y se me ocurrió escribir sobre una lista de psicólogos eminentes contemporáneos, publicada en un journal años atrás. Cada mes, escribía sobre una de las mujeres en esa lista (que eran muy pocas, ese era el underlying commentary).
Todo mejoró en la Sociedad cuando la presidenta inexistente abandonó el rol y el vicepresidente tomó su lugar. El comité comenzó a moverse más. Resultamos ser un equipo maravilloso, brilliant, cada quien hacía su parte y la hacía bien. Yo, además, agradecía que mi tarea fundamental era mantener la comunicación dentro del comité sin tener que dirigirle la palabra a nadie fuera de él. Nuestras reuniones fortnightly(!) pasaron a agendarse a las 10 de la mañana en un café a una cuadra abajo del departamento, donde venden el café a una libra antes de las 10 de la mañana. No hace falta decir que este comité resultó ser bastante puntual, llegando incluso antes de la hora de la reunión. En ese café, además, tengo un crush de esos que duelen, con un barista, pero no tengo nada que ofrecerle más que las gracias cuando me entrega mi taza.
No importa que ser parte del comité enchule mi CV (de hecho, no creo que resulte relevante). Tampoco creo que ello me dio nuevas habilidades, porque yo ya era bastante competente y organizada. Lo importante es que logré mi objetivo de salir de mi zona de confort social. Empezando por entablar lazos de trabajo y amistad con los colegas del comité, británicos y extranjeros, pasando por dirigirme a esas audiencias invisibles que eran las mailing lists del departamento, hasta llegar a los eventos sociales y académicos que organizamos.
Los últimos meses fueron los mejores. Ventas de pastelería para recaudar fondos, caminatas en el Peak District, seminarios de investigación seguido de una recepción, eventos para concientizar sobre algún fenómeno. Y de repente se acercaba el término de este comité; algunos miembros se graduaron y se fueron antes de tiempo. En un último gesto sentimental, hice un year-in-review para el último boletín, en el que el comité se despedía y agradecía a estudiantes y staff. El día después de enviar el boletín, encontré un correo de respuesta: un profesor que admiro (sobre quien ya conté la historia de cómo fracasé estrepitosamente en una clase suya) dijo que estaba impresionado por todo lo que este comité había hecho, y que disfrutó la serie de psicólogas eminentes, eran un gran recurso. Quise responderle: ¡Yo escribí esa serie, a mí se me ocurrió, no soy tan bruta como parecía en su clase, honest! Pero no iba a perder el decoro y solo le agradecí sus palabras, agregando que ojalá el próximo comité continuara con ese trabajo.
Semejante reconocimiento me hizo reconsiderar postularme para seguir un año más como secretaria. Pero tuve que aceptar que llegó la hora de aprender una última lección en este comité: soltar. Irse. Continuar con la vida. Tengo otras tareas que demandan mi atención, y solo queda pasar la batuta y la confianza al nuevo comité. Preparé mi material para el traspaso, y mi consejo número uno fue que celebraran sus reuniones en el café de la esquina antes de las 10 de la mañana.