Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 30 de marzo de 2017.
Llevaba menos de un mes en la universidad cuando recibí un correo que creí que no era para mí. Era una invitación dirigida a los mature students que habían comenzado sus estudios en esa universidad británica ese semestre. Cuando llegué a la parte del mensaje que mencionaba almuerzo gratis acepté la invitación, pero todavía pensaba que no era para mí. Resultó que no había ninguna equivocación. Yo era, efectivamente, una mature student: era mayor de 25 años. Por un momento sentí que me habían robado lo que me quedaba de juventud con esa categorización. Luego volteé a mí misma, reconocí quién era yo, y asalté las bandejas del almuerzo gratis con el derecho que mi madurez me otorgaba.
Una clase de prejuicio que pasa desapercibida es el viejismo (ageism), el prejuicio hacia el envejecimiento y las personas de mayor edad. Uno puede asegurar con humildad que “todos vamos para allá”, pero no siempre es tan fácil andar ese camino. El viejismo involucra una serie de nociones negativas sobre el envejecimiento; no solo temores relacionados con la disminución de habilidades o el aumento de malestares físicos, sino también creencias sobre lo que una persona mayor hace, o debería hacer, o no debería hacer, en muchas esferas de su vida. Este prejuicio me resultó notorio cuando llegué a Reino Unido, pero no porque lo viera en acción. Al contrario.
No puedo hablar de la calidad de los servicios de salud o de los planes de retiro de este país, solo de algo que observo en la cotidianidad de la calle: hombres y mujeres de la tercera edad son visibles, tienen condiciones que mantienen su independencia lo más posible, y continúan teniendo vida social. Como me decía una amiga que vino a visitarme, aquí –al menos parece que- llegar a la vejez no implica dejar de participar en la sociedad. Por todo lo que algunas sociedades latinoamericanas veneran la sabiduría de las abuelas y los abuelos, sus políticas públicas y las actitudes compartidas hacia las personas ancianas apuntan a hacerles desaparecer, en muchos sentidos.
Mientras tanto, mi generación registra su propio proceso de envejecimiento en internet. Fotos y comentarios muestran los cambios paulatinos en su alimentación (es hora de ir reduciendo las grasas, por ejemplo, aunque los hábitos alimentarios van sumando desde mucho antes de entrar a los “entas”); sus intentos por establecer una rutina de ejercicios; los incipientes achaques que exigen chequeos médicos más frecuentes. Y no hay nada como ver crecer a los hijos de nuestros amigos de la niñez para hacernos contemplar nuestra propia mortalidad. Fuera de internet, el contenido de las conversaciones también cambia, o al menos se expanden, para agregar la nostalgia por el pasado, los pequeños quebrantos de salud y la preocupación por las pensiones.
El tema de las pensiones es una pesadilla, la verdadera razón por la que temo envejecer. Creo que nunca voy a poder jubilarme. Asumiendo que llego a la expectativa de vida que se estima para mi grupo sociodemográfico, estoy a la mitad de mi vida laboralmente productiva y no tengo pensión. Podría decir que no tengo dónde caerme muerta, pero sirvan estas líneas para expresar mi inclinación por la cremación. En El Salvador coticé por un par de años, la vez que encontré un trabajo formal, que curiosamente no tenía que ver con mi profesión. Tras unos años de vivir fuera de mi país, volví a él de visita y fui a la AFP a solicitar ese dinero porque, probablemente, ojalá, no vuelva a cotizar ahí (ese es otro tema, el de perder la habilidad de vivir en un contexto hostil). La AFP me respondió que volviera cuando cumpliera mi edad de retiro y ahí me darían mi dinero. No era una suma importante, pero era mía. Para cuando se cumpla el plazo en el que pueden soltar mi dinero, el modelo de la AFP habrá fracasado, algún funcionario se habrá robado ese dinero, o, por qué no, mi persona ya será una con la naturaleza.
Por supuesto, mi situación está lejos de ser una peculiaridad. Aparte, soy de la afortunada minoría que pudo optar a estudios superiores y a movilidad geográfica, que a la larga no son garantía de nada pero pueden ser factores protectores ante ciertas adversidades sociales. Sin embargo, el trabajo informal, o formal mal remunerado, es una norma y no una excepción en mi país, sin importar la preparación. Recuerdo la columna de una compatriota escritora, una mujer con una respetable producción literaria y que ha hecho aportes importantes a la cultura nacional: ella también temía por su futuro, y lo tenía mucho más cerca de lo que yo tengo el mío. El trabajo en las ciencias y en las artes es un trabajo pobremente reconocido en mi país de origen. El gobierno y la sociedad se benefician de la producción cultural -lo poco que saben aprovecharla- pero le dan la espalda a sus autores. Temo por ella, y por tantas personas como ella, que probablemente no recibirán en vida el reconocimiento que se merecen, un reconocimiento que pasa por ofrecer condiciones laborales dignas para vivir y envejecer en paz.
Al inicio de mis estudios en Inglaterra, conocí a un compañero en el programa que estaba aterrado porque en su primer año de doctorado cumpliría 23 años. Estaba viejo, decía, se le hacía tarde. Después supe que acá tenían la facilidad de dar ese saltoundergrad-postgrad. Es algo que me hubiera encantado hacer en mis años mozos, pero en los primeros meses comenzó a notarse que la casi década que nos separaba a mí y a mi compañero no había transcurrido en vano. Él estaba admirado por mi nivel de avance a comparación del suyo, a lo que yo le respondía with a smug face: “sí, porque yo sé lo que estoy haciendo”…lo cual no era del todo cierto, pero comparativamente lo era. Yo traía a cuestas algunos años de experiencia laboral en investigación y con eso mi edad se notaba. Precisamente por ello, la manera de aprovechar un programa académico tan exigente y tan flexible variaba entre ambos.
No soy inmune a que el paso del tiempo me sorprenda y me asuste. Pero también me resulta reconfortante el hecho de que mi cuerpo, finalmente, se está poniendo al día con mi espíritu. Hablando de mi generación que documenta su envejecimiento, no puedo evitar poner los ojos en blanco al ver a mis pares destacar cómo ahora, en lugar de salir de fiesta hasta el día siguiente, prefieren quedarse en casa y dormirse temprano. Dicen que es cosa de abuelos pero para mí eso no es alcanzar una nueva etapa de la vida, esa ha sido mi vida. Claro que está el riesgo de pensar en términos estereotípicos y equiparar introversión con ancianidad; pero si la quietud se asocia con la vejez, de ahí soy. Después de una adolescencia y adultez temprana en que fui catalogada como antisocial por no salir mucho, eso mismo se ha convertido en una práctica compartida por mis coetáneos.
Todavía no sé qué más implica ser mature student en mi universidad, además de que me inviten a almuerzos gratis. Pero considerando las incertidumbres que trae envejecer, eso es lo menos que pueden ofrecerme.