Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 16 de marzo de 2017.
Una sensación desconocida me invadió en mi primer día de clases. Mi primer día de clases en el que yo era la profesora, quiero decir. Para ese entonces tenía experiencia como instructora en El Salvador; me gustaba juntar conocimiento, estructurarlo y ejemplificarlo, y discutirlo con los pequeños saltamontes. Pero esta situación era distinta. Una universidad de Chile me había contratado para impartir una materia por un semestre. El grupo a mi cargo no se dividía en conjuntos de entre 6 y 8 estudiantes, ni los contenidos habían sido ya preparados por alguien más. Tampoco estos estudiantes eran mis compatriotas. Ya se me había machacado lo raro de mi acento lo suficiente como para activarme una devastadora autoconsciencia cuando puse pie dentro del salón y los estudiantes me miraron. La sensación desconocida que me invadió en mi primer día de clases, supe meses después, era reflujo.
La academia exige la tolerancia a cierto grado de visibilidad. Quien se dedica a la docencia o a la investigación debe ser capaz de compartir y defender el conocimiento que maneja (cuestionarlo también, pero ese es tema aparte). No se me ocurrió esto cuando era estudiante de licenciatura, generalmente podía echarle el muerto a alguien más en mi grupo de trabajo para que presentara nuestros reportes. Pero aun si yo tenía que hacerlo, los profesores y compañeros de esa época me resultaban familiares, despertándome un nivel de confianza que no he vuelto a experimentar. La exigencia de defender mi propio trabajo aumentaba con cada grado académico, pero también mi preparación para enfrentarla. Hasta que esta progresión me llevó a dar clases.
Me habitué a dar clases pero mis problemas gástricos empeoraron desde aquel primer día. Me gusta la docencia pero quienes la ejercen entienden lo ingrata que puede llegar a ser. Si se tiene la suerte de contar con estudiantes motivados o a quienes se les despierta la curiosidad, que nunca faltan, tanto trabajo vale la pena. Pero, y creo que no soy la primera persona en vivirlo, el salario era bajo, las condiciones inestables, y por año y medio no tuve fines de semana. Además de dar clases, tenía otros dos trabajos, igual de inestables, y de repente me volví intolerante a la lactosa. Me pagaban por hora clase, pero eran materias que se impartían por primera vez y debían construirse desde cero, cosa que no lleva poco tiempo (aparte, quien hizo esa malla curricular nos estaba enviando, a los estudiantes y a su docente, al fracaso seguro, metiéndonos de cabeza en investigación aplicada sin una materia previa de investigación básica).
No extraño los días en esa universidad, pero los agradezco como parte de mi formación. Y la sombra de esos días me siguió hasta el Reino Unido, cuando mi supervisor del doctorado me informó que yo tenía que impartir una clase en un curso suyo. Primero, silver linings: mi supervisor me tiene fe, es bueno para mi CV, no sé mucho del tema pero es una oportunidad para aprender más. Segundo, el reflujo: tengo que pararme frente a un puñado de undergrads y hablarles en inglés por 50 minutos. Me pregunté qué tan distintos serían estos de los estudiantes salvadoreños y chilenos que conocía. Fui a una de las clases de mi supervisor para familiarizarme con la dinámica y obtuve un panorama no optimista pero tranquilizador: estos estudiantes no eran tan distintos, excepto que no saludaban al entrar al salón.
El día de mi clase llegué media hora antes para asegurarme de que podía manejar el proyector y las luces. Minutos antes de la hora de inicio, entró una pequeña oleada de estudiantes y comencé la clase. Mi voz no tembló como suele temblar al iniciar una presentación en público. Los estudiantes me observaron fijamente la mayor parte del tiempo, no sé si era porque estaban interesados o porque intentaban en vano entenderme. Se me olvidaron algunos ejemplos pero las palabras se desenrollaron en mi lengua con facilidad inesperada y no me dio reflujo. Por esto último aseguro que la clase fue un éxito. Los estudiantes fueron decentes y no hubo preguntas.
Pero una clase sin nervios no implica una victoria definitiva. Mi autoconsciencia se me activa también como estudiante. El doctorado, por defecto, no ofrece ninguna clase obligatoria a sus estudiantes, pero hay muchas oportunidades para formarse en el campo que sea necesario, y en mi primer año me registré como oyente en algunos cursos de las maestrías. En este caso solo tenía que entrar al salón, con mi solemne halo de PhD en potencia, sentarme y escuchar. Si me sentía generosa, podía también presumir de mi privilegio de estar exenta de elaborar los assignments correspondientes.
Esa gracia llegó a su fin el semestre en que me registré en un curso de ciencias neurocognitivas. Iban a discutir un libro que yo quería leer hace tiempo y entregaban una copia de ese libro a cada estudiante que lo solicitara. El curso lo impartía un profesor que yo conocía desde antes de que se me ocurriera estudiar en el Reino Unido. No lo conocía personalmente, quiero decir que sabía quién era porque yo seguía parte de su trabajo en línea. Todo eso fue una coincidencia. Fue hasta que llegué a Inglaterra, a la oficina que me asignaron en el departamento, que leí su nombre en una puerta al lado de la mía, y me quedé pensando el resto del día de dónde conocía ese nombre.
Casi un año y medio después, me encontraba en una clase suya. Ello era, por supuesto, considerablemente más emocionante que leer un par de párrafos en internet sobre los temas que abordaba. El problema era que esta clase era más bien un grupo de discusión (defensa, argumentación, impasibilidad), y mi reflujo volvió. O llámese correlato fisiológico de mi autoconsciencia, para que no suene tan crudo. Una vez entré al salón y me senté, esperando en silencio a que empezáramos. Cómo va el doctorado, escuché preguntar al profesor. “No es conmigo”, fue la reacción en mi cabeza, pero sí era conmigo porque yo era la única del doctorado en su curso de maestría. Siendo justos, era difícil reconocer mi status porque tendía a hacer preguntas tontas en clase.
Afortunadamente, o no, con ese curso recordé el concepto de amenaza del estereotipo. Estar consciente de las expectativas que tengo que cumplir me genera ansiedad, y aunque esté a la altura de las exigencias (¡lo estoy!), esa ansiedad entorpece mi desempeño. Mi mayor aprendizaje en ese curso es que soy el embodiment de la Amenaza del Estereotipo, porque me tengo a mí misma en altísima estima (¡con justa razón!) pero mi autoconsciencia es mi propia ruina.
Esa no es manera de vivir, dirá usted. Ah, lo es. Pero sí estoy intentando controlarlo, a estas alturas no puedo privarme de hablar en público porque tengo cosas importantes que decir (altísima estima, dije). Tengo algunas propuestas para intervenir en mí misma, ya sea para habituarme a la ansiedad o para resignarme a hacer el ridículo. No espero soluciones mágicas ni consejos inútiles tipo “imaginate que tu audiencia está desnuda”. Mi cerebro está sobrecargado enfrentando la ansiedad y no voy a pedirle que encima se entregue a la fantasía y la lujuria…o, bueno, tal vez.