Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 2 de marzo de 2017.
En mi primera noche en el Reino Unido, me asomé a la ventana no solo por entretenerme con los coloridos clientes del bar bajo mi apartamento, sino porque esperaba una camioneta. Una fracción de mi familia venía en ella y no tenía idea de cómo la haría encajar con la nueva vida que comenzaba. Que no encajara no era opción pero la incertidumbre del método me pesaba. En esa camioneta venían dos gatos.
Cuando cuento que tengo gatos, la gente asume al menos una de dos cosas: que yo considero a mis gatos mis hijos y que soy una cat person. Ninguna de las dos cosas es cierta. Por un lado, no tengo hijos, pero según mi experiencia como hija y cuidadora de consanguíneos, amén de testimonios que he escuchado de terceros, concluyo que la crianza es una responsabilidad crónica tremendamente gratificante y abrumadora. Mis gatos no me abruman y es un alivio no tener que enseñarles valores. Sí soy responsable de su bienestar integral y de reconocer mi lugar en la jerarquía gatuna, pero nuestra feliz convivencia me deja tiempo suficiente para dedicarme a escribir sin culpa (si tuviera hijos seguiría escribiendo, pero sentiría culpa por dejarlos solitos por horas rodando en hierba gatera).
La segunda suposición es que soy una cat person. Evidencia de eso, cualquier creería, es no solo que tengo gatos, sino la cantidad de objetos que poseo con motivos felinos. Pero todos esos objetos son regalos de gente que cree que soy una cat person. No se me malentienda, puede regalarme cualquier cosa con gatitos y verá mi rostro iluminarse de ternura y gratitud. Pero yo tendría un perro si pudiera. Tendría un cerdo si pudiera, y no de los pequeñitos (que son una estafa y terminan siendo de tamaño regular). Soy una animal person, más bien, y mi destino es ajustar constantemente el zoom cognitivo para evitar tanto el antropomorfismo como el antropocentrismo.
Antes de eso, por mucho tiempo fui una dog person. El mayor sueño de mi niñez era tener un perro pero no me dejaban en casa. En retrospectiva, eso fue lo mejor porque nadie en la casa tenía la disposición de cuidar de uno, y yo tenía más ganas que capacidad. Me conformé con animales residentes en el jardín, como lagartijas y pájaros, y, ante la complejidad de cuidar mamíferos, intentaron consolarme con una seguidilla anónima de peces, tortugas, y un par de cuyos que escaparon por un desagüe.
Hasta que llegó el primer inquilino no-humano importante: un sanguinario perico. Con él aprendí que la jaula es uno de los dispositivos más crueles usados por el ser humano. Dispositivos de esa clase hay muchísimos, pero la jaula, en su normalización y cotidianidad, tiene una perversidad excepcional. Con los años (¡años!), me ahogué en desesperación al ver al perico en su jaula. Era como amarrar a una persona que puede caminar a una silla por el resto de su vida.
Un día abrí la puerta de la jaula, y desde entonces el perico pasaba sus días en la cúpula de la jaula (es espantoso lo “bonitas” que hacen las jaulas), y en las noches dormía dentro de ella, bajo las páginas de un periódico. Ocasionalmente yo tenía que bajar al perico de un árbol vecino, o perseguirlo por la calle cuando le daba por intentar volar, pero ya no era capaz de vivir por su cuenta. Afortunadamente, dejar de vivir enjaulado le disminuyó lo sanguinario.
Al perico eventualmente se le unió la Rana. La Rana fue mi sueño cumplido. Tras rogar desde que tenía uso del lenguaje, a mis 12 años adoptamos a mi gran socia, mezcla poodle con cocker spaniel, que fue la felicidad de mi vida por más de una década. El día que hubo que dormirla, cuando sus riñones ya no dieron más, me senté en el jardín, con el cuerpecito de mi socia dentro de una bolsa negra, a esperar a que llegara el jardinero para que cavara un hoyo donde enterrarla. Ese día, casualmente, todos mis hermanos (tengo muchos, dice la gente) estaban en la casa y alguien había comprado tamales. Así que todos nos sentamos en el jardín y nos sacamos un velorio de la manga, con familia, café, tamales, y la agasajada en una esquina, no existiendo dentro de su bolsa. Llegó el jardinero y le dimos la sentida despedida que merecía. Yo no podía parar de llorar y, al finalizar el magno evento, mi hermano mayor colocó su mano en mi hombro y me dijo sus más célebres palabras: “estuvo buena la vela”.
Después de la Rana adoptamos dos hermanos himalayas, gato y gata, tan hermosos y aristócratas que no me sentía digna de ellos. Con ellos conocí la importancia de la esterilización de las mascotas y el por qué los gatos no pertenecen a la calle como muchos creen, y tuvimos unos bonitos años juntos. El gato tuvo un final trágico justamente en la calle, y la gata se fue deslizando de mis manos hasta que la vi perderse en el vacío. La dejé en casa cuando me fui a estudiar a Chile y en eso llegó un cáncer a mi familia. La gata tuvo una casa tras otra, pues por una u otra razón ya no podían hacerse cargo de ella, y le perdí la pista. A estas alturas ya no vive pero, además de tener razones para creer que cayó en buenas manos, tuve el consuelo de que nadie podría explotarla sacándole crías.
Por algunos años, el perico, la Rana, los himalayas y un segundo perico (al cual terminé dando en adopción a un amigo metalero, y headbangeaban en conjunto) convivieron conmigo. Éramos muchas patas bajo el techo de mi casa y fui feliz. Los animales me fascinan. No uso fascinación como sinónimo de gustar, me sorprende y desconcierta lo mucho que mi especie es igual y es distinta a ellos. Es como vivir con extraterrestres, o tal vez con terrícolas si la extraterrestre soy yo. A pesar de eso, de los distintos umwelten, fuimos familia. Lo que queda de esa parte de mi vida ahora es un cementerio animal en el jardín de la casa en la que crecí; la vegetación en esa parte del jardín es particularmente abundante.
El fantasma de lo que le pasó a mi gata himalaya es como el cuervo del cuento de Allan Poe, siempre rondándome. Nunca más. Nunca más vuelvo a dejar atrás a criaturas que están bajo mi cuidado. Al mismo tiempo, además, no concibo no tener criaturas (no humanas) bajo mi cuidado. Cuando llegué a Chile, adopté una gata negra y un gato naranja, los dos huérfanos y abandonados. Con ellos corregí errores que cometí con mis socios anteriores, errores que provenían de buenas intenciones pero sobre todo de la ignorancia.
Por eso estos gatos saltaron el Atlántico conmigo, y la camioneta que los traía finalmente llegó. Ambos gatos son una bolita de amor, pero temí que cuando salieran de sus cajas transportadoras me saltaran encima en protesta por hacerlos cruzar un océano. Eso no pasó. Salieron de sus cajas, se estiraron con pereza, y se frotaron contra mí. Al día siguiente, durmieron profundamente como quien se sabe a salvo en casa.