Columna publicada en la revista impresa MÁS Reino Unido el 19 de enero de 2017.
Cuando estábamos en cuarto grado, mi amigo imaginario y yo comenzamos a recibir cartas de vez en cuando. Me las entregaban en persona o yo las encontraba en mi escritorio, cada una como un regalo de navidad envuelto con cuidado. Estas cartas eran hojas arrancadas de cuadernos, o papel colorido fabricado para que pre-adolescentes se comunicaran por escrito con sus pares. Mi amigo imaginario y yo también escribíamos. La reciprocidad era esencial, y una clase con contenidos que saldrán en el examen no es razón para interponerse entre un remitente y un destinatario.
Leer y escribir notitas y cartas era inherente a la cultura estudiantil. Mis compañeros en la cúspide de la cadena alimenticia social podían comunicarse con estudiantes de otros colegios; yo me contentaba con escribirles a mis vecinos de mesa, y con suerte a alguien en otro salón. Mi mejor amiga, no imaginaria, me recordaba que TQM, y una compañera del salón de al lado le decía a mi amigo imaginario que disfrutó mucho su última caricatura en la que no sabía si él estaba bailando o transformándose en araña.
Los dos párrafos anteriores dejan en claro que soy una anciana. En mis tiempos, allá por la secundaria, ya teníamos internet en casa, pero su apogeo y el de los teléfonos celulares y redes sociales no llegaría hasta unos años más tarde, cuando hubiésemos comenzado la universidad. Antes de eso, y antes de que mis compañeros crecieran y encontraran otros objetos brillantes con los cuales entretenerse, acumulé montañas de cartas y notas con innumerables colores y caligrafías, con una textura de honestidad que no he vuelto a encontrar (quizás porque, como decía, soy una anciana y estoy idealizando el pasado). Esas montañas están resguardas en una enorme caja, en la casa de mis padres, mientras vuelvo por ellas algún día y me las llevo a un hogar que no sea rodante.
Recordé con especial aflicción esa enorme caja y las memorias que hay en ella cuando llegué a Inglaterra. Aquí descubrí que la industria de las tarjetas de felicitación no había muerto con internet, como yo creía, como había visto en mi país y en mi país adoptivo. El corazón se me hizo chiquito por la ternura. Cerca de mi casa (“mi casa”) hay una tienda de tarjetas. En su interior hay dos pasillos, uno de tarjetas y otro de pequeños regalos, pero puedo perder la noción del tiempo leyendo cada tarjeta y salir de ahí deseando haber comprado muchas, para ocasiones que ni siquiera voy a experimentar. Los dibujos, los juegos de palabras(!), los colores, los materiales. Mentes anónimas trabajando para compartir penas y alegrías con otras personas de una manera que queda suspendida en el tiempo.
Todavía, en anticipación a un cumpleaños o a navidad, mi hermana tiende a dedicar fines de semana a dar vueltas por incontables tiendas por todo San Salvador. Ella dice que ahora cuesta hallar tarjetas de felicitación decentes, y yo suscribo; o suscribiría si estuviera ahí. Lo he visto, la oferta es limitada y bastante decepcionante, aunque a veces se encuentran joyas, a juzgar por la tarjeta que ella me regaló esta navidad. Parte de la culpa de la oferta limitada, supongo, es la existencia de las e-cards, que son más rápidas, menos trabajosas para su envío. Son bastantes útiles, eso es innegable. Sí hay e-cards bonitas, dirá alguien como mi hermana, pero -aquí vienen cuatro palabras definitivas, la frase tajante- no es lo mismo.
Mi hermana, mis hermanos en general, saben mucho más de comunicación en papel que yo: son mayores que yo y también son, o alguna vez fueron, inmigrantes. De ellos también tengo cartas dentro de mi caja. Ellos también escribieron a casa, desde la distancia y la soledad, cuando las cartas tardaban hasta dos meses en llegar y las llamadas internacionales estaban fuera del presupuesto. Tal vez es por ellos que cargo una sensibilidad vicaria hacia la comunicación old school, lo cual no riñe en absoluto con mi, con nuestra gratitud por tener hoy a la mano Skype y WhatsApp y lo que sea (a Snapchat no llego, demasiado juvenil para mí; pero otro de mis hermanos lo goza).
Agreguemos los libros a la discusión y digamos que lo impreso y lo digital no son lo mismo. Para no hablar con vaguedades: lo impreso y lo digital difieren en sus procesos de creación y en sus efectos sobre quienes se comunican a través de ellos. Por ejemplo, la lectura en papel involucra considerablemente al tacto; las manos participan en esa experiencia. Aun más, leer este artículo en una pantalla provocaría un movimiento ocular distinto que leerlo impreso. Convertido en hábito, este movimiento ocular podría impactar, a largo plazo, el funcionamiento del cerebro (¿usted es de quienes cree que un lado del cerebro sirve para la lógica y el otro lado para la creatividad? Porque eso no es cierto y le han mentido descaradamente, pero, si lo cree, probablemente usted y yo tenemos nociones muy distintas de lo que significa “funcionamiento del cerebro”).
Si este artículo estuviera en internet, usted podría poner en pausa su lectura y dar click en los hiperenlaces que aportan a lo que digo, como “e-reading is not reading” de Andrew Piper; “Learning Directly From Screen? Oh-No, I Must Print It!”, de Ackerman y Goldsmith; o, en la misma línea pero relacionado más a la escritura que a la lectura, “The pen is mightier than the keyboard” de Mueller y Oppenheimer. De esos artículos saltaría a otros, y quizás terminaría en sus redes sociales compartiendo lo que acaba de aprender. Además, tal vez dejaría este artículo a medias, porque ya sabe suficiente y la lectura digital también hace mella en los procesos atencionales. Por suerte este artículo está por terminar y podrá ir a googlear en paz.
No hago énfasis en que papel y pantalla no son lo mismo para establecer jerarquías o perpetuar la batalla entre ambos. Soy una anciana pero no le grito a las nubes. Resulta tentador preguntarse cuál de los dos medios “es mejor”, sobre todo cuando se está en un medio digital que se nutre de clicks, pero esa es una pregunta ociosa. La respuesta la brinda el propósito de la comunicación y el contexto en el que ésta se desarrolla. Agradezco la convivencia de lo impreso y lo digital. Aprecio la rapidez cuando, por ejemplo, tiembla en mi país y en Twitter se reporta en tiempo real, y puedo atinarle a la magnitud y la intensidad según el número de tweets, caracteres por tweet y signos de exclamación en él. Por otro lado, aprecio el afecto que desborda una postal cuando cae por el buzón. Y está el intermedio, compartido entre personas con quienes intercambio cartas que lleva una hora escribir y tres segundos recibir. Es hermoso.
Mi amigo imaginario y yo seguimos recibiendo mensajes amistosos, ahora casi todos en línea. Con la adultez, con las mudanzas y con los avances tecnológicos, expandimos nuestras amistades y las maneras de comunicarnos con ellas. Mi amigo imaginario también es más digital que impreso estos días, y su existencia es más satisfactoria por ello. Pero no se le olvida, a mí tampoco, que comenzamos la historia en papel.