Ojalá esta fractura al menos tuviera una historia. El tener la cara rota merece una narrativa que le dé sentido. Que sea algo más que una caída en la que el mentón rebotó sobre el asfalto o un mundano bruxismo crónico; algo que diga “estrés de minorías” pero sin el alto precio que ello implica. Da igual, finalmente, nada de eso le importa al hueso que está fuera de lugar. Se le puede atribuir una historia verdadera o creíble, pero ambas terminan en una articulación que jamás volverá a encajar.
La inyección serviría para aminorar las secuelas. Serviría, pero la lesión es tan chueca que el contenido de la inyección corre el riesgo de llegar al cerebro y nadie quiere eso. Más bien, hay que cambiar la dieta, los hábitos, mejorar la higiene del sueño. La buena noticia es que un pinchazo, uno, no hará mal. Se paga el tratamiento, el alivio de la lubricación de los desgatados cartílagos y la fantasía de que todo está en su lugar.
La aguja rompe la piel por el costado de la cara. No es momento de preguntar, pero ese líquido a veces proviene de crestas de gallos asesinados en la industria agroalimentaria. No es momento de pensar en el dolor ajeno, pero habiendo dicho lo anterior, llega la conformidad con la historia propia, una que carece de principio y de fin.